• 26 Jun 2020

* Se prohíbe la educación en sexualidad y con enfoque de igualdad de género porque esa educación permite a las personas que ejerzan su autonomía.

* Hay quienes quieren vía libre para el abuso. Si niñas, niños y adolescentes tienen educación en sexualidad pueden defenderse del abuso sexual, identificarlo, pedir ayuda.

* A las niñas abusadas que quedan embarazadas por ese acto de violencia se las obliga a llegar a término y parir, pese al alto riesgo que ello implica, a que sus cuerpos no están preparados, a que es algo inhumano y cruel (hoy una niña de 11 años ha sido obligada a parir luego de un embarazo forzado). Estas niñas deberían acceder en primer lugar a un aborto temprano y seguro, porque el embarazo las pone en riesgo de muerte.

* Los abusadores operan libremente, en las familias e incluso en colegios, escuelas e instituciones religiosas, protegidos por jerarquías religiosas anquilosadas y retrógradas y por un sistema de justicia inoperante y a veces hasta cómplice. Solo en esta semana vemos casos que involucran a un líder religioso y a un sacerdote que trabajan con jóvenes.

* Fundamentalistas religiosos y de ultraderecha se tiran en contra del feminismo y del enfoque de género porque no les conviene que la gente tenga elementos ni fuerzas para defenderse. Pero no pasarán: cada vez somos más. Ahí están, desgañitándose e inventando fantasmas para cultivar el miedo y el terror.

Así estamos. Aquí no “se defiende la vida”. Nada de “provida” ni “profamilia” el Paraguay. Es bien “promuerte”, diría yo.

Quienes defendemos la vida somos quienes pensamos, proponemos y trabajamos para cambiar todo esto. Desde el feminismo cuidamos la vida, creamos libertad, buscamos justicia para las mujeres, construimos sociedades con igualdad.

#NiñasNoMadres
#IgualdadDeGéneroSí
#MujeresLibresDeViolencia
#CheReteCheMbaeCheRekove
#MiCuerpoMiVidaMiTerritorio


  • 20 Jun 2019

Me indigna que el Instituto de Previsión Social (IP)S esté en campaña de atribuir un posible crecimiento de la informalidad laboral del trabajo doméstico a la equiparación del salario mínimo. Sobre eso, algunas puntualizaciones:

1. Hasta 2015, cuando las trabajadoras ganaban el 40% del salario mínimo, IPS indica que había unas 27.000 trabajadoras afiliadas al sistema. Esto representaba apenas un aproximado del 12% del total del sector “formalizado”. Cuando el salario subió al 60% (Ley de 5.407/2015), IPS dice que la afiliación cayó a unas 16.000 trabajadoras; es decir, aproximadamente a un 8% del sector.

2. Ergo: estamos ante un caso escandaloso de informalidad laboral. Nunca se ha llegado siquiera al 80% del sector doméstico bajo condiciones formales, incluso cuando el salario estaba en menos de la mitad del mínimo. No es cierto que con menos derechos habrá más formalidad. La variación de +- 4 o 5 por ciento no una catástrofe para el sector: lo catastrófico es que no se tenga una política de formalización seria para el trabajo doméstico.

3. IPS debería analizar cuántas de las 10.000 desafiliaciones ocurridas luego del aumento del 40 al 60% del salario mínimo son efectivamente de trabajadoras domésticas y cuántas de personas que, aprovechando el bajo nivel de cotización previamente vigente, se afiliaban para obtener la cobertura del seguro médico a bajo costo. No es un dato que difundan, posiblemente porque ni siquiera tienen ni han tenido nunca un adecuado control sobre esto.

4. Detalle: el pago a IPS antes de la ley 2015 era mucho menor, debido a que las trabajadoras solo tenían derecho a la atención en salud, no así a la jubilación, lo que quedó incluido en 2015, generándose así un alza en el monto total del aporte. Sí: las trabajadoras domésticas ni siquiera se jubilaban antes de 2015… se suponía que seguirían trabajando por un salario miserable hasta la propia muerte.

5. La ley 5.407/2015 del trabajo doméstico establece en su artículo 20 que la cuota mensual a cubrir por la persona empleadora de una trabajadora doméstica a IPS será a prorrata en los casos de pluriempleo. Sin embargo, actualmente el ente no ha establecido un sistema sencillo que permita cumplir la ley y acceder al derecho a la seguridad social. Es decir: si alguien quiere asegurar a la trabajadora doméstica pluriempleada, lo tiene que hacer por el total del salario mínimo ya vigente, y en todo caso acordar de buena voluntad entre diversxs patronxs la distribución del costo. Esto complica las cosas, y obviamente mucha gente opta por la informalidad antes que meterse en posibles problemas o tener que cargar con el total del costo del seguro social.

6. Es decir: el sistema que IPS mantiene en vigencia para asegurar a las personas trabajadoras no es apto para que la ley se cumpla. En vez de trabajar para que esto cambie y para facilitar la afiliación al sistema de seguridad social (lo que es perfectamente factible, con la tecnología apropiada), voceros de IPS optan por culpar a la eventual mejora en los derechos laborales del posible crecimiento de la informalidad. Esto es, como mínimo, un uso distorsionado de la evidencia numérica.

Me gustaría escuchar alguna vez un discurso de IPS que diga algo así como: “Sí, es un gran cambio y nos va a costar, pero trabajaremos para lograr que la ley se cumpla, para que las trabajadoras domésticas se formalicen y para que ninguna persona trabajadora quede fuera del derecho a la seguridad social”.

#IgualValorIgualesDerechos
#IgualdadSalarialYa

 

Kelli Agüero, histórica lider del Sindicato de Trabajadoras del Empleo Doméstico de Paraguay (SINTRADESPY), al salir de la sesión del 19 de junio de 2019 en la que el Congreso de Diputados aprobó el salario mínimo del 100% para ellas. Foto: Sandra Bosch

 

 


  • 15 Jun 2017

por Clyde Soto  //   Hoy se cumplen cinco años de la masacre de Marina Kue, Curuguaty. Recuerdo que en horas de la mañana llegaban hasta Asunción las confusas noticias acerca del episodio, que ya la prensa narraba como un enfrentamiento iniciado por los campesinos que ocupaban las tierras del empresario y líder colorado Blas N. Riquelme. Campos Morombí  era como se identificaba a estas tierras, el nombre de la empresa del mencionado político, ya fallecido. Hasta el día siguiente no supimos cuántos muertos de verdad hubo, puesto que dos cuerpos fueron encontrados por campesinos que entraron a los campos a buscar a sus familiares y vecinos, desafiando el ambiente represivo que se vivía. En medio de dudas, se fue alzando la cifra de 17 muertos: 6 policías y 11 campesinos. Y también se alzó una pregunta-letanía: ¿qué pasó en Curuguaty?

De a poco fuimos sabiendo más: que las tierras se llamaban Marina Kue y estaban en disputa entre el Estado paraguayo y la empresa Campos Morombí, que eran tierras que debían haber sido destinadas a la reforma agraria, que los campesinos no eran una “asociación criminal” sino que incluso tenían una comisión reconocida por el Indert, que había una orden de allanamiento y no de desalojo, que hubo parlamentarios que presionaron para que esta orden fuera emitida, que eran más de 300 policías y apenas 60 campesinos, que hubo armas de grueso calibre que luego no aparecieron, que había evidencias de ejecuciones de campesinos, que se había imputado a mansalva a los presentes en el asentamiento, que hubo casos de tortura, que hubo pruebas desaparecidas… y mucho más. El libreto oficial se desmoronaba sobre sus falacias, pero nada de esto importó para que las consecuencias políticas del caso Curuguaty se hicieran realidad: el golpe parlamentario destituyente de un gobierno disfuncional a los poderes fácticos que operan en Paraguay, la criminalización y sanción jurídica de quienes resultan molestos para esos poderes y el retorno al poder político del Partido Colorado, con un intermedio vergonzoso y de facto del Partido Liberal.

A cinco años, se ven consolidadas las consecuencias de Curuguaty en Paraguay. Fueron condenados por vía de un juicio infame 11 campesinas y campesinos. Guardan injusta reclusión con penas carcelarias desaforadas (30 a 18 años) cuatro de ellos, la muerte de los campesinos nunca fue objeto de investigación, el fiscal que llevó adelante el proceso obtuvo de premio el viceministerio del Interior y ahora aspira nada menos que a Fiscal General. Quienes se aliaron para destituir a un gobierno democrático hoy son perseguidos por el mismo aparataje político-judicial al que ayudaron en su retorno al poder, porque así funcionan los procesos autoritarios: quienes no resultan de utilidad o de servicio al poder, y más quienes molestan, son radiados o eliminados. Con mayor publicidad y respaldo que en su momento los campesinos de Curuguaty, hoy cuatro militantes liberales solicitaron y obtuvieron refugio en Uruguay. Otro guarda una prisión preventiva desproporcionada. Los desalojos y la criminalización del campesinado pobre y de los pueblos indígenas prosiguen, pero cada vez más descarados, más impunes. Yva Poty, Guahory, Itakyry… suman nombres de los perseguidos y crece la injusticia. Hoy mismo, como “regalo de conmemoración”, la fiscalía allanó el local de la más emblemática organización de mujeres campesinas e indígenas del Paraguay, Conamuri, por un proceso en contra de la escuela agroecológica IALA Guaraní. No tenemos aún mayor información al respecto, pero lamentablemente prima la desconfianza y casi la certeza de que se trata de una persecución más, de motivaciones políticas, que ratifica la criminalización del campesinado. Es el patrón sistemático de actuaciones del aparato policial y judicial: cancerberos de un régimen autoritario y no defensores de la institucionalidad jurídica y democrática de una república.

La institucionalidad estatal se volvió algo así como un maleable material al que se puede moldear según la conveniencia de los poderosos: cuando una regla no conviene para el interés coyuntural o de fondo, se la modifica sin que importe mayormente la validez formal, ni mucho menos legitimidad de las actuaciones. No es extraño, puesto que el golpe parlamentario funcionó de esa manera, sin que importaran ni las formas ni el sentido de las normas. Y han entrado en este juego ya prácticamente todos los actores del sistema político.

Curuguaty produjo una re-normalización de la injusticia en Paraguay, solo posible porque la hemos admitido como parte ineludible de nuestra existencia como país, como estado-nación fallido instalado a fuego sobre el exterminio indígena, sobre el desplazamiento campesino, sobre la pérdida o entrega de recursos naturales colectivos, sobre la consolidación de una dominación basada en la posesión de tierras y bienes, la explotación de los seres humanos y de la naturaleza, y también del crimen, la corrupción y los negocios ilegales. Curuguaty fue una recaptura de tierras campesinas, pero también una reapropiación de territorio-estado.

Y Curuguaty derivó en un terrible estallido de las alternativas y de una visión colectiva de futuro que represente alguna forma de esperanza. Es aquí donde tenemos el mayor desafío, sobre todo si se quiere reconstituir un futuro democrático, con igualdad y justicia social. Levantar de nuevo al país, desde las ruinas que deja la injusticia.

 

Foto: Clyde Soto


  • 11 Abr 2017

por Clyde Soto // Enmienda sí, enmienda no: es la letanía de fondo de un Paraguay sacudido por la violencia y la incertidumbre política. Lo ocurrido desde el 28 de marzo de 2017, cuando el Senado se fractura por una modificación de reglamento a fin de aprobar a las apuradas una enmienda constitucional que introduce la reelección presidencial (cuestión vedada desde la Constitución de 1992), nos retrotrae a un punto muerto en las posibilidades de avance democrático y hasta de convivencia pacífica. Y esto es nefasto en cuanto a la ampliación de derechos para todas las personas. La imagen de la quema del Congreso podría funcionar como prueba contundente y “de público conocimiento” de que las cosas no funcionan bien en la República del Paraguay, pero intentaré explicar el sentido de lo que afirmo.

Aclaro de entrada que no me referiré a la reelección, figura a la que si bien tengo tirria por haber sufrido la interminable reelección sin límites del dictador Stroessner desde que tengo memoria hasta 1989, admito como factible en democracia. Y en cuanto a la enmienda, no pretendo abordar el cúmulo de debates acerca de lo legal / ilegal, constitucional / inconstitucional de lo que ha sucedido, pero tengo un par de posiciones: que al haberse rechazado la propuesta en agosto de 2016 era obligatorio esperar un año antes de volver a presentarla, y que era innecesaria esa fractura tan seria del Senado para aprobar el tal proyecto de enmienda. Bastaba con que los sectores pro-enmienda esperaran unos días y votaran en el pleno de la Cámara de Senadores. Al menos, posiblemente se habría evitado los brotes violentos posteriores a esa acción y se hubiese preservado (en algo y pese a su evidente crisis de legitimidad) a uno de los poderes claves de la República.

El sentido de estas líneas es reflexionar sobre las implicancias de este proceso para un amplio conjunto de luchas que desde hace tiempo buscan transformar la faz del Paraguay en un sentido igualitario y de derechos.

 

Nuevo punto muerto

El punto muerto en cuanto a las posibilidades democráticas tiene que ver con varias razones, ninguna de ellas nueva, pero todas magnificadas con los últimos sucesos. La primera, que vivimos bajo la amenaza del terrorismo de Estado. El 31 de marzo tuvimos un muestrario completo: la vil ejecución del joven Rodrigo Quintana en medio de un asalto policial violento e ilegal a la sede de un partido, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), las lesiones graves infligidas por policías a ciudadanas y ciudadanos (entre ellos un diputado) y la “cacería” policial desatada en las calles de Asunción, que dejó numerosas personas heridas, detenidas y torturadas. Este modo de operar no es nuevo. Se repitió desde el final de la dictadura, con puntos álgidos en el Marzo Paraguayo de 1999 y en la masacre de Marina Kue en 2012. Todas las veces hubo objetivos políticos detrás de la violencia estatal. Y, además, siempre fue usado el aparato fiscal y judicial para sostener las posiciones políticas y las injusticias, con chivos expiatorios a quienes acusar, con falsos testimonios para embarrar la posibilidad de conocer la verdad y también con sentencias infames, como las del caso Curuguaty.

Por si la dictadura no hubiera bastado, el caso Curuguaty –con sus 17 muertos, su circo jurídico y sus condenas injustas– debería haber sido suficiente para advertir que si admitimos el terrorismo de Estado en uno o en cualquier caso, el monstruo seguirá tragando vidas y derechos humanos según convenga al poder de turno, afectando incluso a quienes alguna vez callaron por oportunistas. Pero eso no ha pasado y nos toca vivir tiempos de expansión de la violencia y la impunidad. ¿Hasta dónde llegará esto? ¿Ya podemos llamarlo dictadura o hay que esperar más? ¿Cuánto debe consolidarse o generalizarse el terror como modo de actuación estatal para que podamos llamarlo terrorismo de Estado? ¿Cuánto más veremos repetirse este tipo de ataques por parte de agentes estatales para que no lo admitamos ni como presente ni como futuro?

Sobra decir que un sistema de convivencia y de gobierno democrático es incompatible con el terrorismo de Estado. El Paraguay no culminará su interminable transición democrática si sigue admitiendo esto. Podríamos suponer que ya no hay transición, pues esta implicaría un “camino hacia”, mientras lo que vemos es estancamiento y hasta una regresión hacia el autoritarismo del que alguna vez soñamos que podríamos salir.

Foto: Juan Carlos Meza

La segunda razón en cuanto al punto muerto en términos de democracia es el nuevo estallido de las opciones políticas que podrían haber configurado un campo de opciones ante el autoritarismo. Tampoco esto es nuevo. La primera experiencia de alternancia política pos-dictadura se dio con Fernando Lugo y una alianza amplia de oposición en 2008, pero cayó ante el golpe parlamentario asestado por parte de los iniciales aliados (PLRA y Partido Democrático Progresista – PDP) junto con el Partido Colorado, el Partido Patria Querida (PPQ) y el Partido Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (UNACE). Paraguay no pasó su prueba de alternancia por la ambición y mezquindad de los golpistas de entonces, que cerraron filas ideológicas y de clase frente a lo que consideraron era un gobierno de intolerable izquierda –cuestión más que discutible, por cierto–, y por las limitaciones de un gobierno que no terminaba de definir su propio proyecto político. Algunos de aquellos golpistas hoy lamentan los desmanes del gobierno que ayudaron a colocar al frente del Paraguay y se embanderan con la democracia que lastimaron tan gravemente. Esto de la enmienda fractura en muchos sentidos al espectro político, tanto a colorados como a liberales y a la siempre fragmentada izquierda, pero en las filas coloradas está arraigada la costumbre de dejar de lado los rencores ante la posibilidad de poder. Lo cierto es que nos vamos quedando sin opciones hoy visibles sobre cómo des-enquistar al viejo y nefasto poder colorado, que encima es cada vez más francamente stronista.

Salir de la dictadura y transitar hacia la democracia implica –entre muchos otros aspectos– que se consolide la posibilidad de alternancia pacífica, respetando la voluntad mayoritaria al elegir gobierno. Es decir, que se normalice eso de que nadie, ni ningún sector, es dueño eterno y per se del poder político ni del aparato estatal. Todo eso estalló con el golpe de 2012, que fue la preparación del retorno autoritario que hoy tenemos (que excede la figura de Cartes, pues representa un sentido y modo de hacer políticas y gobierno) y que hace explícita su voluntad de haber venido para intentar quedarse. Hay quienes dicen que precisamente por eso se precisa enmendar la Constitución, para que Lugo tenga la posibilidad de pelear y ganar las elecciones de 2018 frente a Cartes y a otros proyectos igualmente burgueses y oligárquicos. Sin embargo, la coyuntural alianza pro-enmienda que esto implica, justamente con quien amenaza con eternizarse en el poder usando las armas del terror y la manipulación normativa (por ejemplo, la ley de Defensa en 2013 y ahora los vaivenes constitucionales), podría terminar por volverse en contra de la credibilidad de este proyecto. Suena además difícil dicha proyectada victoria cuando el historial de resultados electorales indica que se precisan alianzas amplias de oposición para ganar al Partido Colorado, más aún cuando ya recuperó el caudal que había perdido con su escisión del oviedista partido UNACE.

Todo esto muestra el fracaso de un modelo restringido de democracia, aplicado apenas a las cáscaras o formas institucionales, que hoy desnuda sus reales limitaciones en términos de proyecto que beneficie a las mayorías. Podría ser considerado una oportunidad para dar más relevancia a los contenidos y a los resultados del sistema; sin embargo, si ante dicho fracaso lo que triunfa es el autoritarismo más retrógrado… ¿quiénes terminan ganando y, sobre todo, qué ganan?

Una tercera razón del estadio de punto muerto es que se está profundizando la fragmentación y el antagonismo de los proyectos políticos que se ubican en los campos de la izquierda y el llamado progresismo (término por demás ambiguo, pero que alguna cosa representa). Claro que el debate de contenidos y propuestas se da por supuesto en la vida política, pero el maniqueísmo y la tónica actual de las acusaciones mutuas hacen previsible una extrema dificultad de acordar cualquier proyecto futuro en un marco de unidad amplia de estos sectores. Con la fundación del Frente Guasu (FG) en 2010 se había dado un paso en este sentido, si bien quedaban importantes agrupaciones por fuera. Sin embargo, las primeras elecciones pos-golpe (las de 2013) dividieron al frente. Lejos de avizorarse cualquier recomposición en este campo, se consolida dicha división en el actual contexto. Esto condena a la izquierda paraguaya a ser marginal o a aliarse con los partidos tradicionales para obtener cuotas de poder o decisiones políticas. De hecho, el gobierno de Asunción fue ganado en 2015 por Avanza País (sector escindido del FG) con los liberales. Y ahora el FG intenta obtener esto de la reelección en alianza con sectores colorados y liberales.

Más allá de que las rupturas y reconfiguraciones sean también normales en política, esta fragmentación es negativa en el siguiente sentido: muestra la incapacidad de construir un proyecto alternativo consistente frente al bipartidismo tradicional del Paraguay, con sus dos partidos de masas instrumentados por los sectores ricos, poderosos y oligárquicos del país. Finalmente, por riñas irreconciliables y por objetivos puntuales, todos acaban perdonando o siendo parte de golpes, traiciones, violaciones constitucionales, callando ante violaciones de derechos humanos y apareciendo en alianzas (coyunturales o no), abrazos y fotos con quienes antes fueron enemigos o “verdugos”. Y quienes no lo hacen, enfrentan una mayor marginalidad y también aislamiento en el debate y el devenir político. Desde este futuro incierto, es inevitable la sensación de que una vez más se debe reconstruir el campo de los proyectos políticos con vocación y posibilidad de poder y a la vez coherentes, que puedan cambiarle el rumbo político tradicional al Paraguay desde las premisas de la igualdad, del respeto a las leyes y a los derechos. Ojalá mi apreciación sea un error: con gusto vería que este episodio de la enmienda y la reelección apenas sea el preámbulo de un futuro cercano donde las grandes mayorías se vean realmente beneficiadas por un gobierno comprometido con la igualdad y la justicia social.

Y, finalmente, una cuestión que amenaza a la convivencia democrática en el Paraguay es que se vive un tiempo donde el temor ante posibles enfrentamientos violentos entre sectores políticos es una realidad. Las marchas y contramarchas convocadas y desconvocadas evidencian esto. Los discursos agresivos y de tinte totalitario también. La historia del país, plagada de guerras civiles antes de la “paz” dictatorial y asesina de Stroessner, tiene heridas que no terminan de sanar. La violencia política tiene mechas esparcidas, hay quienes amenazan con encenderlas y en este país aún puede arder mucho más que el Congreso. También espero que este sea un temor completamente infundado.

 

Un futuro incierto para los derechos

El fantasma autoritario que sobrevuela el Paraguay coloca a todas las luchas por la ampliación de derechos ante un panorama de incertidumbre. La democracia implica no solo un marco de leyes y votos respetados, sino además un modo de convivencia donde las personas tienen derechos y posibilidades de ejercerlos y de vivir dignamente en un marco de igualdad. Esto no está por debajo de los temas electorales y legales. Por poner un ejemplo dramático, si la mayoría aprueba por votos que se admita la tortura, esto no sería democrático, por más que pueda representar la voluntad popular. Las leyes importan: violarlas no es un asunto menor, más aún cuando se trata de la misma Constitución, donde se ubica el contrato más relevante que nos constituye como Estado. Los derechos humanos importan de igual manera y, como su consecución es progresiva, en un marco democrático la ciudadanía tiene la posibilidad de debatir qué derechos se reconocen, se aceptan y se incluyen en las leyes, cómo se los pone en práctica por vía de políticas y cómo se los hace realidad en la convivencia social. En democracia es factible pelear por los derechos. Bajo regímenes autoritarios, la adquisición y el respeto de los derechos son potestades discrecionales de quienes gobiernan. En democracia, en cambio, es necesario prever los mecanismos de participación, de representación y de decisión para que la voluntad y los derechos de las personas sean respetados.

Cuando la dictadura terminó en Paraguay, en 1989, pese a los vaivenes del tiempo transicional y la persistencia de mentalidades y de actores autoritarios, empezó un periodo donde fue posible la eclosión de actores sociales, de organizaciones, de establecimiento de demandas y de logros para diversos sectores que han sufrido de mil maneras discriminaciones y postergación. La vigencia de libertades públicas, antes conculcadas, permitió que pudiéramos presentar propuestas, discutirlas, argumentarlas, manifestarnos, en ocasiones avanzar y en otras seguir peleando para llegar a objetivos. Como ejemplo, las mujeres organizadas logramos cambiar casi todas las leyes discriminatorias, aunque faltan algunas centrales, como eliminar la penalización del aborto (expresión de alto dominio patriarcal sobre el cuerpo y la vida de las mujeres) y obtener la equiparación total del trabajo doméstico remunerado (cuya desigualdad es de clase y a la vez representa la subvaloración del trabajo que habitualmente han realizado mujeres). No voy a enumerar los logros, pero son importantes para todas. Es bien diferente vivir en un país donde una mujer casada no tiene derecho a administrar ni su propio salario que vivir en uno donde este derecho ya no está en cuestión.

En dictadura, luchar por los derechos era un imposible o un desafío muy grande, en especial si con ello se molestaba al poder, por el riesgo de sufrir cárcel, tortura, deportación, asesinato o desaparición. El tiempo de transición ha tenido sus límites, pese a los cambios relevantes, y cuestiones centrales que configuran lo más duro de la desigualdad –como el derecho a la tierra– recibieron el rigor de los resabios autoritarios y la defensa corporativa de los beneficiados por la concentración de recursos y poder político. Es así como llegamos a Curuguaty en 2012, síntesis del despojo y las discriminaciones históricas del Paraguay. El quiebre de Curuguaty y su posterior golpe parlamentario fue como un grito y zarpazo de quienes se niegan a perder privilegios ante el reconocimiento de derechos y bienes para las mayorías. Esto que pasa en Paraguay ahora, si consolida el proceso de retorno autoritario, pone en riesgo mucho de lo que trabajosamente hemos avanzado, y nos toca a todos los sectores.

El retorno es de quienes concentran tierras, negocios y poder político, y va acompañado de un ascenso de los fundamentalismos, que tienen su perfecto caldo de cultivo donde el autoritarismo tiene más espacio. Nótese, por ejemplo, que el proyecto de enmienda constitucional aprobado en la cuestionada sesión de los 25 senadores/as, elimina la prohibición constitucional de que ministros de cualquier religión puedan ser candidatos a la presidencia de la República. Ergo, podremos tener ya no solo a un ex cura (como Lugo) de presidente, sino incluso a un cura en ejercicio, por citar una posibilidad. Se levantaría del sillón presidencial para pasar al púlpito. Lamentable es que incluso quienes dicen estar hacia la izquierda admitan una medida de tanto retroceso. Hasta 1992, el país tenía una religión oficial, la católica. Desde la Constitución de 1992  no tenemos religión oficial, es decir, el Paraguay es un Estado laico, lo que es una garantía para que cada ciudadana/o pueda profesar libremente sus creencias religiosas (o no tener ninguna), sin que el poder político pueda obligar o reprimir según la creencia de quien esté de turno. Si vamos a poder ser gobernados por ministros religiosos, perderemos gravemente en materia de este derecho humano y de otros muchos que son correlativos.

A los sectores sociales que luchamos por derechos no nos conviene el autoritarismo (en realidad a nadie, salvo a quienes lo ejercen), pues podríamos perder mucho de lo que hemos ganado, y además podría ser imposible aspirar a más. Tampoco nos conviene un Congreso fracturado, inexistente o apenas títere del Ejecutivo, ni uno dominado por retrógrados que ven a los derechos como amenazas. Ni una justicia desde donde cuando “molestamos” simplemente nos anulan con un proceso penal a medida del poder político.

Entonces, aquí está en juego la democracia, no solo por lo que pasa con la Constitución o por quiénes pelearán en 2018: está en juego una construcción de largo plazo y un futuro de largo aliento. No se deberían minimizar los riesgos de pérdida, como si fueran irrelevantes por tratarse de una democracia burguesa. Y ya que es burguesa, hagámosla para todas y todos, para el pueblo, para las grandes mayorías paraguayas. Lo que no estaría bien sería que nos quedemos sin democracia frente a un patético retorno autoritario.

 

Foto: Juan Carlos Meza.

  • Agradezco a Rocco Carbone y a Lilian Soto por la lectura, correcciones y sugerencias a este texto, y a Juan Carlos Meza por las fotos de su autoría. Es magnífico contar con ellxs.

  • 10 Nov 2016

por Clyde Soto // Un fantasma alumbrado por el fundamentalismo religioso recorre el mundo[1] y ha cobrado formas muy vistosas en Paraguay. Se trata de la muy nombrada “ideología de género”: un poderoso y bien financiado escudo conceptual esgrimido por los sectores anti-derechos para oponerse a la transformación y erradicación de las discriminaciones basadas en el género. A las complejas y potentes reflexiones y propuestas que elaboran una crítica sobre el lugar y los derechos que se reserva a las personas según su ubicación en el aparataje de sentidos y normas que tienen relación con el dato (biológico) de la sexuación de la especie humana, los conservadores de la tradición discriminadora dicen: “eso es ideología de género”.

Precisamente, el género es un concepto usado para significar que a partir del sexo se producen construcciones sociales y culturales que históricamente han resultado en merma de derechos y en discriminación para una parte importante de la humanidad. La comprensión del género nos permite entender que no es natural que –por ejemplo– las mujeres sufran violencia o mueran asesinadas por sus parejas debido a  razones tan aparentemente nimias como “no tenía la cena preparada” o “me sacó de mis casillas” o “decidió que ya no quería seguir la relación”. No es natural, sino que es el producto retorcido de sociedades que se han constituido sobre la base de un poder masculino que cuando se ve desafiado puede llegar a “romper todo” como grito desesperado de impotencia y con ánimo de reafirmar su amenazado lugar en el mundo. Claro, no todo hombre se comporta de esta manera: son algunos, pero ponen en escena de manera brutal el mismo libreto que una gran mayoría social está interpretando, quizás con mayor sutileza o siguiendo un guión invisible, escrito por tradiciones inmemoriales y ratificado por leyes, costumbres e instituciones. Es un libreto generizado, donde cada persona debe ubicarse en el sitial que le ha sido reservado: las mujeres como seres dependientes ante el poder masculino, los hombres como seres dominantes, cada quien según la asignación que se le hizo al nacer y poniendo en acto los contenidos otorgados a su ser sexuado.

Las rebeliones son sancionadas: con marginación, con soledad, con exclusión, con estigmas, con pérdida de derechos o discriminaciones. Aquí vemos a las mujeres que no se adecuan a los roles que les han sido establecidos (por ejemplo, las que no son madres, las de carácter fuerte, las lesbianas, las que realizan tareas tradicionalmente masculinas), a los hombres que no son “suficientemente hombres” (como los débiles, los que lloran, los que no son buenos proveedores, los poco dominantes), a quienes como mujeres o como hombres dan contenidos novedosos a su masculinidad o a su feminidad, a las personas trans que transitan entre lo que se les asignó y lo que son (su identidad), a las personas intersex que no se ajustan a los polos binarios del sexo, a quienes resisten el mandato de generizarse según lo establecido.

El concepto de género (surgido en el cuarto final del siglo XX) es una herramienta de análisis que ha permitido el frondoso desarrollo de una teoría crítica frente a las tradiciones sociales y académicas que han tratado a este tema como si no existiera, naturalizando las discriminaciones y ejerciendo de numerosas formas su poder represivo y normalizador, desde increíbles olas de violencia genocida (como la caza de brujas desatada por la Santa Inquisición católica medieval, que mató a unas nueve millones de mujeres en Europa y en América), hasta rituales consolidados o “inocentes” modas. Es decir, son los mandatos tradicionales de género, instalados a sangre, hoguera y leyes en el imaginario colectivo, los que constituyen una auténtica ideología, que para mayor precisión debería nominarse como “ideología de la discriminación de género”. Sin embargo, la operación en espejo –el llamar “ideología de género” justamente al análisis que desnuda el carácter ideológico y desnaturaliza la discriminación basada en el género– es una proyección de las responsabilidades propias en esta materia.

En todo caso, y pues la ideología es finalmente un conjunto de interpretaciones que permite otorgar sentidos a hechos y aspectos de la realidad, podríamos asumir que hay una ideología que propugna discriminación de género, adoptada y difundida por  fundamentalistas y conservadores, y otra que defiende la igualdad de género, como camino para instituir bases más justas de convivencia social. Y ya que estamos, es importante también cuestionar la ideologización como mecanismo de desprestigio de los sectores oponentes. Es una operación que funciona así: se adjudica ideología a quienes se pretende cuestionar, al tiempo que se reserva “la verdad objetiva”, despasionada y desideologizada para el propio sector y las propias posturas. Es por eso común que quienes son de izquierda sean acusados de “ideologizados” por una derecha que no se reconoce como portadora de ideología. Ahora hacen lo mismo con la cuestionada “ideología de género”, y lo hacen quienes no concuerdan con la idea de que la discriminación de género existe y puede ser modificada.

Todo esto podría ser nada más que un interesante debate social si es que no estuvieran en juego los derechos de las personas. En estos días en el Paraguay está tratándose el proyecto de la ley integral contra la violencia hacia las mujeres, una ley por demás necesaria, dada la gravedad y frecuencia de los hechos violentos que sufren las mujeres debido a ánimos trastornados por los mandatos tradicionales de género, visibles sobre todo en las agresiones sexuales y en las ocurridas en el marco de relaciones de pareja, en las familias y en los hogares. El proyecto original fue gravemente recortado en la Cámara de Diputados, llegando así al Senado donde por el momento tiene una aprobación en general con importantes restituciones, según el dictamen de la Comisión de Equidad de Género. ¿Y cuál es uno de los asuntos controvertidos? Sí: el género.

Hay una onda antiderechos que prosperó en el Congreso Nacional, convenciendo a varias autoridades parlamentarias de que la palabra “género” es mala y, por tanto, en Diputados decidieron eliminarla de todo el texto del proyecto. En el Senado, luego de la aprobación en general, se hará una discusión de cada artículo el jueves 17 de noviembre. Pero ya se anticipa la oposición de ciertos parlamentarios al término que nos ocupa. El argumento que esgrimen es que “el género no es una construcción social, sino que se trae con el nacimiento” (esto se lo escuchamos a la senadora colorada Blanca Ovelar). Es decir, naturalizan las discriminaciones que pesan sobre las mujeres y sobre quienes no se adecuan a los mandatos de género. Y niegan que exista la identidad de género, con lo que buscan impedir que las mujeres trans sean alcanzadas por lo que sea dicho en el proyecto. En síntesis, pretenden quedar bien aprobando la muy reclamada ley de violencia, pero despojándola de su contenido más relevante: que existen violencias dirigidas hacia las mujeres justamente por ser mujeres, basadas en construcciones culturales y orientadas a preservar los mandatos sociales de género.

Estamos hablando apenas de uno de los casos donde el fundamentalismo conservador y antiderechos está haciendo de las suyas, intentando frenar o retroceder en cuanto a logros. Hay muchos más, en Paraguay y también a nivel internacional. Es la reacción virulenta a los avances de las mujeres y de los grupos que luchan por el reconocimiento de la diversidad sexual. Y es que, en general, ningún sector con privilegios acepta así nomás despojarse de ellos para reconfigurar los poderes sociales en igualdad.

 

[1] Con permiso para el fraseo.

 

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  • 10 Jul 2016

Por Clyde Soto  //  Llega a su final el juicio al caso Curuguaty. El tribunal dará su sentencia el lunes 11 de julio de 2016 a las 13:00. Se trata de un proceso penal histórico, por la relevancia del caso tratado –la masacre de Marina Kue, origen del golpe parlamentario de 2012–, por la posibilidad de absolución o de injusta condena a 11 campesinas y campesinos procesados, y porque el Paraguay se juega demasiado, tanto como su futuro. Es que el futuro, por definición inasible y por naturaleza incierto, puede cobrar cierta nitidez solo en términos de proyecto: lo que queremos para nuestras vidas y para las de las generaciones futuras.

El caso Curuguaty representa una encrucijada, desde donde podemos imaginar al Paraguay prisionero de poderes tenebrosos e impunes, capaces no solo de asesinar sin ser por ello castigados, sino además de endilgar el crimen a otros, a quienes más a mano se encuentran debido a la desprotección causada por los efectos de una larga expoliación: hoy los 11 campesinos, como ayer fueron otros (durante la dictadura, en el Marzo Paraguayo, entre muchos casos) y como mañana podrá ser cualquiera. O también puede representar un momento paradigmático de cambio, gracias a una resistencia de potencia inaudita y pese a la gran disparidad de fuerzas: pues se trata de enfrentar a quienes tienen para sí a todo el aparato y a los poderes del Estado. En este juicio se juega la consolidación de la impunidad como sistema o se abre el camino para seguir  avanzando hacia un país con real democracia y con justicia.

El resultado del juicio nos enfrenta a una posibilidad aterradora: la victoria de lo irracional y absurdo sobre lo coherente y sensato. Y es que estamos ante una farsa que si no fuera por sus consecuencias tan trágicas, podría movernos a la risa: los sinsentidos y contradicciones expuestos por la Fiscalía han sido tantos que hasta parece mentira que este proceso haya sucedido tal como lo escuchamos y leímos. En su alegato final, la Fiscalía se atrevió a cuestionar que los campesinos usaran la frase “Vencer o morir” en sus movilizaciones. Imaginen tamaña afrenta: en un país superviviente de una guerra genocida, precisamente por la convicción de su irreductible derecho a ser, se animan a cuestionar que sus ciudadanos, herederos de quienes no se rindieron, usen en sus luchas sociales esa frase con la que hemos crecido y nos logramos sentir parte de un colectivo con una historia digna, pese a la tragedia.

Increíble es que pidan 40 años (¡sí, 40!) de cárcel para Rubén Villalba, alegando que él tenía un gran liderazgo en el grupo (¿ser líder una culpa?) y que supuestamente es peligroso según un informe psicológico que jamás apareció, cuando no existe una sola prueba contundente ni testimonio firme y creíble de que haya siquiera disparado un arma el día de la masacre. Que quieran privar de libertad por 25 años a Luis Olmedo porque según la fiscalía él y Rubén mataron a Erven Lovera, cuando el forense dijo que los tiros provenían de lejos, siendo que ambos acusados estaban en el espacio más cercano al sitio donde cayó el comisario. Que les hayan cambiado la acusación de “tentativa de homicidio doloso” a “homicidio doloso” consumado. ¡Sin pruebas! Que pidan 20 años de prisión para Arnaldo Quintana y Néstor Castro, ¿por qué?: porque estaban ahí. Pero nadie ha podido decir y probar que hayan sido causantes de alguna de las muertes de los seis policías fallecidos. No solo eso: han hecho un embrollo patético con los calibres y tipos de armas y, además, los proyectiles que entregaron a Rachid el día de la masacre (lo vimos porque fue filmado en el momento) nunca aparecieron. Ni las filmaciones del helicóptero. Las autopsias fueron superficiales, ni siquiera extrajeron todas las balas de los cuerpos, ni hicieron autopsias a los cuerpos de todos los campesinos asesinados. No investigaron cómo fue que murieron los campesinos y quiénes los mataron, pese a que hay testimonios impactantes de ejecuciones: algunos campesinos heridos llamaron a sus familiares y luego aparecieron muertos, con balazos en la cabeza. Agregaron pruebas que la defensa no había podido revisar. Entre sus supuestas pruebas hay una lista de elementos cotidianos (quepis, botellas de refresco) que nunca explicaron por qué eran importantes para demostrar algo. En fin, un desastre de parcialidad manifiesta y de mentira evidente.

Por si fuera poco, la Fiscalía pidió ocho años de prisión para Lucía Agüero, Fani Olmedo y Dolores López, las tres mujeres ahora procesadas por “haber generado un ambiente de confianza” para que los policías entren confiados en que nada sucedería. ¿Cómo es que lo hicieron?: simplemente porque eran mujeres y estaban en ese momento con sus hijos en el lugar de la masacre. Sí: ¡por ser mujeres y estar ahí! No se puede creer. Y para completar el cuadro, los fiscales solicitaron cinco años de cárcel para Felipe Benítez Balmori, Adalberto Castro, Alcides Ramírez y Juan Carlos Tillería, también por haber estado en el lugar, lo que dicen demuestra que alguna responsabilidad tuvieron y eran partícipes del tal complot, porque recuérdese que desde un inicio la Fiscalía dijo (y repitieron los medios) que en Marina Kue los campesinos emboscaron a los policías desarmados para luego matarlos. 60 campesinos con escopetas viejas (varias inservibles, la mayoría nunca disparadas) ante 300 policías, estos últimos sí fuertemente armados, como se pudo ver en fotos y testimonios… pero eso nadie investigó. A los poderes tenebrosos les conviene una condena, porque les ayuda a poner un punto final forzado al caso, e incluso obliga a la ciudadanía a enfocarse en la defensa de los campesinos, porque de esa manera se evaporan cada vez más las posibilidades de saber quiénes fueron culpables.

Si una Fiscalía imparcial o una comisión independiente hubieran indagado, habríamos sabido no solo quiénes iniciaron y ejecutaron la masacre, sino además al servicio de quiénes y ante qué órdenes actuaron. Por las consecuencias políticas de lo ocurrido y por el itinerario de las tierras de Marina Kue, sabemos qué sectores y quiénes se beneficiaron. También conocemos quiénes formaron parte de la cadena de acontecimientos que derivaron en la orden de allanamiento, puntapié inicial de los sucesos. Pero aquí falta conocer los nombres de los autores morales de los hechos de Marina Kue y los de los operadores reales, y se precisa no solo saber, sino además procesar y juzgar a este conjunto de personas, para que no vuelvan a repetir impunemente este tipo de operaciones políticas sangrientas.

Mientras esperamos la sentencia, varios hechos confirman por qué la pretensión de estas irracionales “sentencias ejemplificadoras”, como afirmó la Fiscalía en sus alegatos: porque quieren impunidad para seguir actuando de la misma manera. Quieren impedir que el campesinado siga en la lucha por la tierra y quieren vía libre para que la policía use la violencia en los desalojos y para usar el castigo penal como disuasorio. Es lo que está pasando en Remansito (Villa Hayes), en Pastoreo (Caaguazú), en Primero de Marzo (Yvyra Rovana), entre otros muchos lugares en el Paraguay. La amenaza de “otro Curuguaty” sobrevuela el país cada vez que la ciudadanía –y en especial el campesinado– se moviliza por sus derechos.

Todavía falta conocer la sentencia, que podría encaminarse hacia la justicia si fuera de absolución (podría ser, aún estamos a tiempo), pese a que ya son cuatro años de calvario judicial y de injustificada privación de libertad de las personas acusadas. Pero incluso antes de la sentencia ya ganamos algo, de manera real aunque aún insuficiente para generar justicia: que se sepa, porque lo sabe todo el mundo –en Paraguay y afuera–, que en Curuguaty pasó la injusticia, que no sucedió lo que querían creyéramos que ocurrió, que las campesinas y los campesinos son inocentes. El discurso prefabricado fue desmontado por la defensa jurídica, por los campesinos, por militantes de organizaciones, por activistas, por quienes escriben, por quienes difunden buscando verdad. Ya no pueden sostener sus mentiras con un mínimo de credibilidad. Nadie (salvo stronistas anhelantes de autoritarismo y “opinadores” contratados) confía en la parodia de proceso penal que montaron. Logramos todo esto con la palabra, pacífica, y con la sostenida e incansable movilización ciudadana. Y si conseguimos esto, también podremos alcanzar justicia.

 

Absolución YA4

 


  • 21 Jun 2016

por Clyde Soto // Entre el 15 y el 19 de junio de 2016, el Paraguay lució sus verdaderas caras. Como pocas veces, en una sola semana el país exhibió varias de sus facetas frecuentemente escondidas bajo las máscaras de un “como si” se tratara de un país democrático.

Una de estas máscaras es la de la institucionalidad estatal, desvirtuada mediante usos discrecionales, corruptos e ilegales. El 15 de junio, la Fiscalía finalizó su alegato final en contra de los 11 campesinas y campesinos procesados por la masacre de Marina Kue, ocurrida hacía exactamente cuatro años (2012), solicitando penas de prisión de hasta 40 años, en un ademán exagerado de burla hacia la justicia. El caso Curuguaty expone la ficción que esconde la supuesta institucionalidad estatal democrática de tres poderes equilibrados e independientes que gobiernan al país apegados a la ley, la exhibe como apenas una mascarada para preservar los privilegios de la clase dominante. De este caso se sirvieron operadores de las tinieblas para devolver el Poder Ejecutivo a los beneficiarios de la dominación, usando a las fuerzas públicas –que ya no respondían al entonces aún gobierno de Fernando Lugo– para la vil masacre. El Poder Legislativo fue utilizado para instigar a la orden de allanamiento y luego para ejecutar el golpe parlamentario. El Poder Judicial desató el proceso penal que, acusando a los campesinos de ser responsables de la masacre, con un libreto prefabricado, hoy amenaza concluir dejando instalados los más nefastos precedentes para cualquier país que se precie de democrático: sin debido proceso, sin investigación real, sin argumentos, sin pruebas, el sistema de justicia paraguayo se encamina hacia la condena de personas que son inocentes en tanto no se demuestre la culpa, por conveniencia de los poderosos que se beneficiaron de la masacre. El caso Curuguaty nos muestra a los tres poderes estatales coaligados, cual asociación criminal, para concretar y concluir un plan macabro de apropiación del poder e injusticia.

Otra máscara es la de la legalidad, que en realidad oculta a un país gravemente afectado por los negocios ilícitos, desde hace mucho tiempo: demasiado. La guerra narco desatada en Pedro Juan Caballero (capital departamental del Amambay), con la espectacularidad de un atentado con ametralladora antiaérea y la seguidilla de balaceras en las calles, entre el 15 y el 19 de junio, apenas debería servirnos para recordar que ya bajo la dictadura de Stroessner y en los años setenta del siglo XX, con la participación de capitostes del régimen, el Paraguay caía de lleno bajo las garras del crimen organizado para el lucrativo negocio del narcotráfico. Es decir, esto no es nuevo para nadie, o no debería serlo apenas con hacer un simple ejercicio de memoria, un repaso por varios de los crímenes más sonados del historial local (ejemplo: Ramón Rosa Rodríguez) o una mirada a personajes encumbrados por varios de los gobiernos pos-dictatoriales del Paraguay: desde el primero hasta el último aún vigente. ¿Acaso alguien pensaba que se podía dar tanto poder a las mafias y tener un país donde podamos convivir en paz?

Y otra máscara más: la de los derechos humanos. El Paraguay es un país que hasta se jacta de pertenecer al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, pero actúa según patrones consolidados de terrorismo de Estado; es decir, del uso sistemático de medios ilegales y violentos para controlar y reprimir a la población, infundiendo miedo y terror. Esto tampoco es nuevo: es lo que viene haciendo la Fuerza de Tareas Conjuntas (FTC) en el norte del país, bajo la excusa del combate al terrorismo, y lo que muestra la actuación de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) con el pretexto de perseguir al narcotráfico. Estas instituciones son apenas una fachada para las actuaciones terroristas del propio Estado. Lo hemos podido constatar el sábado 18 de junio, cuando agentes de la Senad en camionetas sin chapa persiguieron y acribillaron a toda una familia, matando a una niña de apenas tres años en el regazo de su propia abuela y dejando malherido a un joven de 30 años. Podría calificarse al dramático suceso como un error si el operativo hubiese estado apegado a la ley y si no fuera una repetición de otras muchas actuaciones gravísimas e impunes, con ejecución de ciudadanos. Hay datos sobre todos estos casos, para quien quiera investigar apenas con una simple búsqueda en Internet. Lo cierto es que un Estado que organiza escuadrones paramilitares (pues la Senad no es una fuerza pública constitucional, por lo que no debería tener agentes armados que operan directamente para capturar supuestos  criminales) y que permite que sus fuerzas armadas y policiales actúen discrecionalmente y sin un estricto apego a los límites que les establece la ley, es un Estado terrorista, que usa la ilegalidad, el miedo y el terror para controlar a sus ciudadanos.

Si entendemos como país democrático a aquel que, además de gobernarse bajo la voluntad libremente expresada de la mayoría, lo hace bajo reglas institucionales claras, igualitarias y respetadas por la ciudadanía, y orienta su quehacer y sus políticas hacia el bienestar individual y colectivo de quienes habitan su territorio, el Paraguay actual niega a la democracia. Se trata de un país que, por el contrario de las premisas democráticas, incumple su propia normativa por actuación de sus autoridades, tolera la ilegalidad y actúa bajo patrones que sistemáticamente violan los derechos humanos de la población.

La ciudadanía democrática debe despojar al Paraguay de sus máscaras, para mirar de frente a sus caras reales y para construir un país democrático de verdad.

 

Publicado en E’a el 22 de junio de 2016.

Marcha silencio


  • 10 Jun 2016

por Clyde Soto // El juicio por el caso Curuguaty ingresa a su etapa final y el sistema de justicia paraguayo enfrenta una encrucijada de fuego: todavía puede intentar revertir los gravísimos vicios que han dañado al proceso judicial o puede ratificar la sentencia previa que ha estado sobrevolando al caso desde la misma masacre de Marina Kue, ocurrida el 15 de junio de 2012. Esta sentencia posiblemente ha sido dictada incluso antes del suceso, por quienes lo planificaron y, además, previeron y prepararon sus consecuencias políticas: un golpe destituyente –presentado bajo la forma de un juicio político pleno de irregularidades– para un gobierno democráticamente instituido.

La sentencia previa fue declarada y vociferada desde el día cero por actores policiales, fiscales, políticos y periodísticos: que los campesinos asentados en Marina Kue (que reclamaban esas tierras fiscales para la reforma agraria) emboscaron a la policía durante la operación de allanamiento, e iniciaron la balacera que concluyó en masacre. Dicha versión inverosímil y prefabricada de los hechos fue sistemáticamente desmentida por numerosos testimonios e investigaciones independientes, y claramente fue destruida durante el juicio, por las contradicciones entre testigos y por la falta de elementos de prueba que pudieran sustentarla. Por el contrario, lo que se está viendo ahora de manera nítida, es que posiblemente una parte de los comandos policiales (de las Fuerzas de Operaciones de la Policía Especializada – FOPE) tuvo un activo rol en el inicio y desarrollo de la masacre[1]. Esto, que debería ser suficiente para absolver y liberar a los campesinos e iniciar una nueva investigación, no fue hasta ahora contemplado porque a los actores fiscales, judiciales y estatales no les ha importado que de verdad se sepa qué pasó en Curuguaty.

Lo que suceda como conclusión del juicio no devolverá la vida a los once campesinos y seis policías muertos en la masacre, ni tendrá por sí solo el efecto de resarcir a los campesinos que han soportado el injusto proceso y una privación de libertad que ya dura cuatro años.  Sin embargo, en cualquier caso será un hito para el futuro del país: la señal que marcaría vía libre para futuras acciones similares signadas por la impunidad, o un avance de gran magnitud en la posibilidad de exigir justicia ante el abuso del poder estatal en Paraguay.

La masacre de Marina Kue, la posterior imputación al azar de más de 60 campesinas y campesinos sin tierras por haber supuestamente tenido responsabilidad sobre los crímenes –eran apenas integrantes de la comisión de sin tierras y aspirantes a beneficiarios en la distribución de las tierras fiscales, objeto de una larga disputa con el Estado por acción de la empresa privada Campos Morombí, y algunos ni siquiera estaban presentes–, la acusación de 14 de los imputados y el actual juicio a 11 de ellos, constituyen un compendio paradigmático sobre cómo ha operado históricamente y sigue actuando el proceso de apropiación del territorio campesino e indígena del Paraguay, mediante la expulsión y el progresivo exterminio de sus habitantes[2].

Las tierras ancestrales indígenas y las pobladas de manera tradicional por campesinos, han sido ocupadas y explotadas por empresas privadas nacionales, extranjeras y trasnacionales, por vía de procedimientos gestionados, ratificados o al menos tolerados por el Estado paraguayo: la venta de tierras fiscales, como ocurrió luego de la Guerra Guazú, incluyendo a sus habitantes y poblados, quienes pasaron a ser menos ciudadanos libres que población sujeta a regímenes análogos a la esclavitud (como los mensú de los grandes emporios yerbateros); o la apropiación de lo que hoy llamamos “tierras malhabidas” por parte de personajes beneficiados por la larga dictadura stronista. La explotación, la pobreza obligada, el cambio en los modos de producción a favor de la agricultura extensiva y mecanizada, la invasión de agrotóxicos, e incluso la violencia por parte de los terratenientes y del Estado, han ido expulsando a la población indígena y campesina, para configurar progresivamente un Paraguay menos rural, más urbano, donde una proporción relevante del antiguo campesinado se convirtió en habitante de los cinturones de pobreza (por ejemplo, los bañados de Asunción), cuando no en integrante del conjunto de emigrantes obligados por la ausencia de oportunidades en el propio país.

Los campesinos hoy procesados por el caso Curuguaty son parte de quienes han sufrido este despojo progresivo, portadores de una cultura y una lengua discriminadas. Son protagonistas de la última resistencia a un Estado poscolonial, configurado sobre la base del exterminio de los habitantes nativos y de sus herederos más directos: un Estado que además prosigue su existencia como organización funcional a intereses particulares, más que como proyecto colectivo de coexistencia en un territorio bajo premisas netamente democráticas. Y el sistema de justicia que tiene sometido a este grupo de campesinos al injusto proceso penal próximo a concluir, representa de manera cabal al Estado constituido sobre una dominación de larga data, de cuyos efectos no puede librarse, cuyos ejecutores son los funcionarios policiales, fiscales y judiciales, y cuyos beneficiarios son los grandes capitales que se mueven detrás de la explotación de las tierras y de la corrupción estatal.

El proceso judicial al caso Curuguaty desnuda el modus operandi de la gavilla de operadores que se precisa para sostener el rumbo histórico que ha seguido el Paraguay, hoy disfrazado de “nuevo rumbo”. Aquí todo el mundo sabe que en Marina Kue no ocurrió lo que dice la fiscalía. Se conocen las irregularidades del proceso. Se sabe además cómo han tomado parte de diversas maneras personas con cargos (desde los más elevados hasta los menores, con nombres y apellidos concretos) de los tres poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial). Los testimonios del juicio han mostrado las mentiras y contradicciones en la versión sostenida por la fiscalía. Pero, pese a saberse todo esto, también se enfrenta al cinismo de un sistema que sigue firme en su farsa, como si realmente estuviera juzgando para encontrar la verdad y para hacer justicia.

La encrucijada de Curuguaty tiene solo un camino coherente con la justicia: el de la absolución de los acusados, su inmediata liberación y un nuevo proceso, esta vez para investigar y juzgar a quienes han cometido los crímenes y fabricado el engaño, impidiéndoles la impunidad. Y la ciudadanía democrática del Paraguay seguirá trabajando arduamente para que esto alguna vez sea la realidad.

 

Notas:

[1] Al respecto, ver la exposición realizada por Darío Aguayo, uno de los abogados defensores de los campesinos, en el artículo “Confusión y terror sembrado por agentes de la FOPE”, publicado por E’a el 9 de junio de 2016. Disponible en: http://ea.com.py/v2/blogs/confusion-y-terror-sembrado-por-agentes-de-la-fope/. Última consulta: 9 de junio de 2016.

[2] Ver Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy), Informe Chokokue 1989-2013. El plan sistemático de ejecuciones en la lucha por el territorio campesino, Asunción, Codehupy, 2014. Disponible en: http://www.serpajpy.org.py/wp-content/uploads/2014/08/Informe-Chokokue-1989-2013-versi%C3%B3n-web.pdf. Última consulta: 9 de junio de 2016.

 

 

Publicado en E’a el 10 de junio de 2016.

Campaña del Colectivo Absolución Ya

Vela Curuguaty

Conmemoración convocada por la Articulación por Curuguaty (AxC)

Campaña Somos Observadores de Curuguaty

Campaña Somos Observadores de Curuguaty

 


  • 21 May 2016

Por Clyde Soto y Rocco Carbone // Paraguay se convirtió en modelo para los golpes institucionales de la derecha. El golpe aún en proceso en Brasil despertó las heridas que hace cuatro años marcaron y dividieron a Paraguay. El golpe paraguayo fue señalado como el modelo seguido ahora por los sectores de una derecha neoliberal corrupta brasileña, empecinada en bajar del poder a un gobierno democráticamente electo, utilizando el mecanismo constitucional del juicio político. Muy parecido, pero muy diferente. Es que el llamado “golpe a la paraguaia”, tal como lo nombró la misma presidenta del Brasil, Dilma Rousseff –ahora apartada del ejercicio mientras se verifica el juicio–, es parte de una familia de operaciones políticas –que ya va configurando toda una genealogía– sobre los gobiernos de izquierdas en América Latina.

El de Paraguay fue el segundo de los llamados “golpes blandos” con éxito desde el inicio de este siglo. El primero fue en Honduras en 2009. Fueron los primeros golpes exitosos, pues ya antes había habido otros no exitosos: en Venezuela en 2002 y en Bolivia en 2008, así como hubo después en Ecuador en 2010. En cambio, en Argentina el caso Nisman dio lugar a veladas amenazas que no llegaron a concretarse, hasta que en 2015 se produjo el cambio de gobierno en dirección de derecha por vía electoral. Y una apostilla: los golpes no siempre han sido golpes tan “blandos”. En varios de estos episodios hubo fuerzas armadas y policiales entremedio, actuando. Y en Paraguay hasta hubo una masacre –la de Curuguaty–: dato nada “blando”. No obstante, a diferencia de los golpes de la generación pasada, el protagonismo político fue siempre de civiles.

El primer golpe “exitoso”, de Honduras, fue un auténtico desastre que generó el repudio unánime internacional, puesto que los golpistas capturaron al presidente y lo sacaron del país en piyama (detalle que recuerda a otro presidente golpeado y en piyama: Salvador Allende). Pero el objetivo fue logrado, a expensas de una institucionalidad débil, incapaz de resistir el ataque y pese a las movilizaciones sociales de protesta que sacudieron al país en aquellas jornadas. En Paraguay, en 2012 se logró un mayor refinamiento: el uso de los mecanismos institucionales para destituir con visos de supuesta legalidad al presidente electo, y con un ingrediente previo: la masacre que al conmocionar al país dejó virtualmente sin capacidad de reacción a la ciudadanía democrática y dio elementos de justificación al proceso destituyente. Pero en lo institucional hubo tanta desprolijidad que lo acontecido fue objeto de interminables debates acerca de la cualidad golpista o legítima del proceso. En el Congreso paraguayo, los partidos y sectores tradicionales –incluso aquellos que habían sido aliados de Lugo– se tomaron menos de una semana para concretar la destitución y apenas 48 horas en el juicio político propiamente dicho, echando por tierra todo atisbo de debido proceso y sin preocuparse de dar un cierto lustre a las argumentaciones. Las movilizaciones fueron totalmente insuficientes para conmover el camino del golpe.

El golpe brasileño es “a la paraguaia” por una cuestión central: el uso desvirtuado de un mecanismo constitucionalmente previsto a fin de conseguir un objetivo que no posee fundamentos. Sin embargo, en Brasil han refinado aún más el proceso: pues lo realizan con toda parsimonia, siguiendo las etapas previstas y haciendo una especie de parodia de los debates que se supone deberían dar sustento al impeachment. El problema aquí no son las formas ni los tiempos, pero el resultado es lamentablemente parecido: se trata de un proceso viciado, pues la presidenta de Brasil no está acusada de nada que sea considerado un crimen y que amerite su enjuiciamiento, mientras quienes la acusan e impulsan el juzgamiento están dirigidos por personajes acusados de corruptos (Panamá papers) y protegidos por sus fueros parlamentarios. La otra cuestión, lateral, si se quiere, que lo hace “a la paraguaia” son los fundamentos (su falta más bien) del impeachment. En la sesión de la Cámara de Diputados las “interpelaciones argumentales” para votar por el “sí” eran tres instituciones en nombre de las cuales se implementaron un sinnúmero de aberraciones en la historia de la humanidad: Dios, patria y familia. Por si fuera poco, hubo un diputado que dedicó su voto a un torturador de los tiempos dictatoriales. Y ni bien concretado el apartamiento provisorio de la Presidenta, Temer conformó un gabinete blanco y totalmente excluyente: sin mujeres ni negrxs. Es el síntoma de la exclusión social. Además, degradó el Ministerio de Cultura al rango de Secretaría. Emergentes que en la Argentina encuentran varios correlatos, como el “sarcasmómetro” que la jueza Susana Nóvile interpuso entre la revista Barcelona y Cecilia Pando, y otras muchas des-políticas culturales de cuño macrista.

Detrás de este entramado hay una derecha en movimiento, en proceso de rearticulación continental/mundial y de retorno. Derecha que se posiciona en contra de la pérdida de privilegios, que ve como amenaza hasta la más mínima redistribución de la riqueza y que desea plena liberalidad para hacer sus negocios sin las irritaciones que conlleva el aumento de derechos para las grandes mayorías latinoamericanas. Los discursos y las resoluciones son asombrosamente similares. Tanto en Brasil como en la Argentina hay un embate contra el sistema de educación superior que se está verificando a través de una crisis presupuestaria generalizada, que implica el cierre de programas e investigaciones, disminución y cese de becas, desmantelamiento de proyectos educativos en curso, aumentos indiscriminados de tarifas, paritarias no resueltas. Hay más: cercos mediáticos que silencian, sobre todo ante movilizaciones como las que recientemente en Paraguay han protagonizado los sectores campesino y estudiantil, cambiando la correlación de las fuerzas sociales frente al gobierno.

Estos procesos de restauración conservadora, negadores seriales de derechos, implican también y quizás sobre todo, una vuelta hacia atrás en términos históricos. Hacia una etapa mucho más remota que los cercanos años neoliberales. De hecho, todos estos ademanes reactualizan la vuelta de los dueños de la Casa Grande, quienes al retornar pretenden expulsar al Pueblo y arrinconarlo de nuevo en la Senzala. Con un matiz: el contrafrente ya no supone ninguna “sacarocracia”, sino la reducción de nuestros países al tamaño del mercado.

 

Artículo publicado en Página 12 el 21 de mayo de 2016.

 

golpe2

 

 


  • 15 Feb 2016

Por Clyde Soto y Rocco Carbone //  Se sabe: el juicio acerca de los hechos de Curuguaty (aún en desarrollo) es una aberración del Derecho y del sistema judicial paraguayo. Lo es en tanto esas instituciones –formalizadas en la Corte, los abogados, la Fiscalía, entre otras– no saben ni pueden encontrar una solución satisfactoria para los verdaderamente afectados por el juicio, los campesinos. Los elementos y las “pruebas” que se han acumulado en estos casi cuatro años –todas más que discutibles– han sido repetidamente señaladas como inciertas e improbables, cuando no inexistentes, por las diversas organizaciones que acompañan el caso y por los abogados que se han hecho cargo de la defensa en varios tramos de este proceso infinito. El Estado paraguayo es incapaz de resolver este caso con justicia, en abierto atentado a los derechos humanos no solo de los campesinos imputados, sino también de quienes nos solidarizamos con la causa Curuguaty y con otras causas similares activas en América Latina.

Jalil Rachid: en este contexto, el exfiscal del caso Curuguaty asumió el pasado 20 de enero su nuevo cargo de Viceministro de Seguridad del Ministerio del Interior. Con esa promoción –¡en general se nos promueve cuando hay un buen desempeño frente a las cosas!– abandonó su cuestionado rol como fiscal del caso. Esto ocurría durante el pleno desarrollo del juicio oral y público que se sigue a un conjunto de 11 campesinas y campesinos sobrevivientes de la masacre de Marina Kue, acusados de haber sido responsables de los hechos. Sentarlos al banquillo de acusados es menos una paradoja que una infamia, ya que son las víctimas de esos hechos políticos.

¿Qué sentido tiene la promoción de Rachid? Situemos esta pregunta en el contexto de lo que pasó en Paraguay desde el día de la masacre: golpe parlamentario, destitución presidencial de Lugo, elecciones de 2013, asunción como presidente de la República de Horacio Cartes y retorno del Partido Colorado al poder, luego de una brevísima pausa que duró menos de cuatro años. Aparentemente, se trata de una salida limpia y elegante de Rachid del caso Curuguaty, porque se va con un alto cargo como promoción por su “trabajo bien hecho”. La asignación de ese nuevo cargo es una manera enfatizar que Rachid tiene el pleno apoyo y la confianza del gobierno, que no lo dejará caer en el descrédito. ¿Por qué? Porque el gobierno de Franco, antes, como el de Cartes, después, son deudores de sus labores. Con este nombramiento se está saldando una deuda política con la escasa institucionalidad de la (in)justicia paraguaya, pues el ejercicio sesgado del Derecho por parte del fiscal fue una pieza necesaria en el rompecabezas del operativo retorno e impunidad.

En segundo lugar, se trata de un nombramiento que abona la injusticia del proceso y que confirma la sentencia previa pergeñada desde incluso antes de que ocurriera la masacre. Si Rachid es promovido en vez de ser investigado y sancionado, cabe conjeturar que es altamente probable, cuando no plenamente cierto, que se verificará la culpabilidad campesina que el fiscal ha intentado instalar sin pruebas. Hasta ahora el juicio se ha desarrollado –luego de un largo periodo de sucesivas suspensiones– con los testigos de la acusación –policías, funcionarios judiciales, médicos, peritos– y sin que se haya aportado ninguna prueba o testimonio fehaciente acerca de la culpabilidad campesina. Numerosas perspectivas de los hechos, datos, detalles y suposiciones han desfilado frente al tribunal y a nosotros como observadores, pero ninguno sirve para sostener que los campesinos procesados son los responsables de la matanza, salvo por el mero hecho de haber estado ahí en el momento de la masacre de Marina Kue. Por ser parte del grupo de personas que reivindican esas tierras para la reforma agraria. Como estaba previsto, el juicio marcha según el libreto premeditado que dio origen a la masacre, pero sobre todo a la vuelta del Partido Colorado, encarnado ahora en el gobierno Cartes.

En tercer lugar se trata de consolidar un modelo. No pasó siquiera un mes del nombramiento para que el Paraguay estuviera de nuevo en vilo ante un desalojo de otra ocupación campesina en las mismas tierras de la empresa Campos Morombí. El operativo fue largamente anunciado como una lucha en contra de “campesinos invasores” de la propiedad. El propio Rachid encabezó la incursión, que se llevó a cabo el 10 de febrero de 2016 por un contingente de 1.300 policías, con el anuncio de que esperaban no tener que recurrir a las armas. El desalojo terminó sin víctimas, no por suerte ni por los celos policiales, sino porque ya no había nadie en el lugar. Obviamente, la amenaza había sido enunciada. ¿Cómo quedarse a esperar a que te maten?

Campos Morombí es la empresa (de un poderoso grupo empresarial fundado por el fallecido dirigente colorado y exsenador: Blas N. Riquelme) que se atribuyó la titularidad de las tierras estatales de Marina Kue, que movilizó el desalojo que terminó en masacre en 2012 y que consiguió se le reconozca de manera indirecta la propiedad al lograr la aprobación de una ley de supuesta donación de las tierras al Estado. Marina Kue (de aproximadamente 2.000 hectáreas) es apenas una pequeña proporción de las tierras de Campos Morombí, de unas 30.000 hectáreas en total. Con la ley de falsa donación, en términos materiales la empresa perdía poco pero ganaba en impunidad. Y los símbolos son siempre aleccionadores. Tan aleccionadores que la versión oficial –emitida por el ministro del Interior, Francisco de Vargas, acerca de este operativo– fue que quienes ocupaban la reserva de Campos Morombí eran rollotraficantes, “depredadores, ladrones de madera”, “de una de las reservas naturales más importantes del territorio nacional” (http://www.ultimahora.com/ministro-del-interior-llama-ladrones-madera-y-depredadores-campesinos-morombi-n966200.html). La asociación que se pretende instalar entre campesinos sin tierra, ocupantes, invasores y depredadores no es casual: se intenta poner a todos bajo el mismo rótulo para facilitar las represiones y la criminalización del movimiento campesino.

Pero hay más. Con la promoción de Rachid al Viceministerio de Seguridad se ganó aún más: disponer sin ninguna reserva del aparato estatal y de sus fuerzas represivas para proteger los negocios de tal o cual privado, librándose incluso de las acusaciones de apropiación ilegal de tierras estatales que esgrimen los sectores campesinos pauperizados y sin tierras cuando proceden a ocupaciones que son necesarias para su proyección de la vida. Recuérdese que la ocupación pacífica de tierras ha sido un método largamente usado por el campesinado sin tierra para presionar al Estado paraguayo con el fin de que se reconozca su derecho a la tierra/su derecho a la vida, que se cumplan los mandatos relativos a la reforma agraria e incluso para recuperar tierras malhabidas, apropiadas por poderosos vinculados al régimen dictatorial y a los sucesivos gobiernos colorados del periodo posdictatorial.

El Paraguay sigue sujeto a una trama donde los actores con poder –Rachid, Francisco de Vargas, los camaristas que votaron a favor del juicio político, Franco, Cartes, el Partido Colorado y algunas que otras adyacencias– demuestran un sentido convergente: el dominio autoritario basado en la represión, los abusos y el miedo, lejos de los cánones del buen gobierno, la democracia, la justicia y los derechos humanos.

 

Artículo publicado en E’a el 15 de febrero de 2016.

 

Justicia Somos Observadores