• 26 Oct 2013

Es muy habitual que la dominación se fundamente en una suerte de inferiorización de las personas y colectivos dominados. Se trata de un mecanismo básico de la discriminación. Así, podemos ver diferentes ejemplos paraguayos: hablar sólo guaraní o hablar castellano con marcado acento guaraní pasa a ser visto como ñe’ẽ tavy (habla de tontos) y no como una legítima y equivalente diferencia idiomática, ser campesina o campesino se considera casi un sinónimo de pobreza necesaria e irreparable, se usa a la negritud como seña para un designio irremediable de esclavitud (habrá oído decir eso de “trabajar como negro”) y al ser indígena se le adosan supuestas características de carácter ineludible (de ahí eso de “ser ava” –indio/india– como metáfora de la “argelería” o de la persona antipática o de trato difícil).

Justicia!!El mecanismo discriminador es efectivo en tanto oculta y silencia la dominación, naturalizando la disparidad de poder y de recursos que le sirve de sustento. El problema, entonces, ya no es la diglosia sino el hablar guaraní, al que se considera idioma inferior y sin recursos suficientes para expresarse en igualdad de condiciones en comparación con el español. La cuestión deja de ser la expulsión campesina que empobrece a miles, y se termina hasta criminalizando a quienes resisten el fenómeno. Se olvida a la esclavitud como origen de tanta desgracia humana y no se lucha en contra de ella, sino que se rechaza a la negritud y se aspira a una suerte de “blanqueamiento” diferenciador y liberador. Las personas indígenas son vistas como seres incivilizados y no como integrantes de los últimos reductos de resistencia ante el avance colonizador que, pese a los alardes de soberanía, sigue impregnando la historia política, social y cultural paraguaya. La gente mestiza se mira al espejo y no se ve indígena –aunque parezca indígena, así hable guaraní como lengua materna–, se ve como descendiente de españoles o de algún otro contingente bajado de los barcos.

Y con las mujeres… qué pasa con las mujeres. Una inmensa batería de dispositivos inferiorizadores se ciernen sobre el ser mujer en Paraguay, presionando con fuerza para que nadie se salga tan fácilmente de los casilleros de la discriminación. Ni hace falta esforzarse para recordar que aún algunos hombres siguen llamando che serviha (la que me sirve) a sus compañeras, o que al niño que llora se le dice “no seas kuña’i” (no seas mujercita). Podríamos seguir con los numerosos ñe’ẽnga o dichos que ilustran el caso. Pero me quiero referir a una cuestión en específico: al uso de la sexualidad femenina como elemento para la inferiorización de las mujeres.

El tema es así: en la interpretación patriarcal de la sexualidad humana, “meter” es sinónimo de poder y “que te metan” es sinónimo de inferioridad. De las características anatómicas y del uso que se haga de los dispositivos corporales sexuales y del placer sexual, deriva entonces una especie de predestinación insalvable hacia el lugar de quien es y será objeto de dominio, por supuesta naturaleza corporal (femenina) o por orientación u opción que admita alguna semejanza con lo inferiorizado: con las mujeres. Un hombre patriarcal no debe asemejarse a las mujeres: menos en lo sexual. Menos, porque en ese aspecto íntimo de la vida y de las sensaciones la gente frecuentemente pierde sus defensas y queda expuesta en los pliegues menos visibles desde la mascarada social. Edificios enteros de apariencias suelen derrumbarse tras las paredes de las alcobas y en los recovecos húmedos de la actividad sexual.

El heteropatriarcado cuida que al hombre “no se le meta” nada y que las mujeres puedan “ser metidas” bajo condiciones que expresen el poder del macho de la especie portador de estos mandatos culturales. Por eso, Cartes considera que “sacar la novia” es un acto que debería molestar al periodista que le cuestiona el nombramiento del nietito stronista ante Naciones Unidas, como embajador. Por eso dice que “se pegaría un tiro en las bolas” si su propio hijo resultara ser homosexual. Por eso se regodea ante la idea de una mujer linda que le pueda resultar fácil, para inmediatamente después exponer que en realidad no le gustan las mujeres fáciles. Posiblemente haya sido un rápido paso desde la imagen mental de “fácil para mí” a la de “tampoco fácil para todos”. Porque con todo esto explica su sistema de ideas heteropatriarcales y se posiciona como un exponente digno de sostener con poder simbólico el poder real presidencial que una sociedad machista y patriarcal le ha otorgado. Por eso habla con ese dejo canchero y sobrador –tan conocido para quienes somos de estos lares– cuando dice sus gauchadas de mal gusto.

En una sociedad con dominación patriarcal, machista y heterosexual, las mujeres no tienen vía de escape porque su corporalidad las condena a una sinonimia con la dominación, del lado de quienes la sufren. El cuerpo y la sexualidad están en la base del juego de poderes. Las mujeres, seres cautivos, destinadas por un cuerpo que habla por boca de los dominantes. Si los cuerpos femeninos hablaran por sí mismos, dirían otras cosas: hablarían del placer de obtener, de recibir y de apropiarse “dentro de” como algo positivo y poderoso, no como lo negativo en que insiste la mirada heteropatriarcal. Y por eso en este sistema la violación de las mujeres es un grito desesperado de poder, que destruye lo que se considera debería ser dominado.

Las lesbianas, que podrían de alguna manera escapar de la lógica implícita en la sexualidad hetero, son vistas como seres carentes de una experiencia que les haga aceptar el lugar que se les tenía reservado. Y los hombres homosexuales son despreciados por haberse pasado para el lado de las dominadas. Y si no se cabe en las categorías comprensibles, peor: el ímpetu clasificador y normalizador hará algo para impedir tamaña afrenta. La actividad sexual, entonces, se convierte en un campo de juego y de poderes donde se expresan las construcciones y mandatos culturales sobre lo que dice el cuerpo y lo que indica el deseo.

Es por todo esto que ante las palabras heteropatriarcales de Horacio Cartes: “Paraguay tiene que ser esa mujer linda, tiene que ser un país fácil”, ofreciendo al país para la venta o la apropiación, ofertándolo al mejor postor, es importante tanto como señalar su carácter ofensivo hacia las mujeres y hacia el país entero, desnudar las bases ideológicas sobre las que descansa el fraseo. Es ofensivo que Horacio crea que tiene derecho de uso y oferta de un país entero, con todas sus riquezas, y es ofensivo que –según su comparación– crea que también puede apropiarse de las mujeres y usarlas. Pero no se trata de que no nos traten como putas o de que no comparen al país con las putas, sino sobre todo que expone sin sombra de cuestionamiento al aparato de dominación que permite dividir a las mujeres en putas o santas, en fáciles o difíciles, en fáciles para unos y difíciles para otros, y a las personas en seres dominados según códigos sexo-corporales o en seres que dominan por simbolismo y uso de sus cuerpos sexuados.

Sin embargo, hasta en las críticas y en los chistes circulados en torno a los dichos presidenciales puede verse la repetición del patrón de dominación subyacente. A la gente le preocupa eso de que se les meta algo con facilidad, a los hombres porque les rompe el código dominante que se les ha reservado; a las mujeres, porque las ubica en un lugar ambivalente de ser objetos de deseo y estigmatización ante la mirada masculina y social, y porque si lo hacen desde la elección esto les da un poder inadmisible ante una sociedad que las aplastaría por apropiarse del placer y del deseo.

El problema no es ser fácil o ser difícil, sino la posición de dominio incuestionado que denota quien tiene la palabra para expresar y ubicar en estas categorías a cuerpos y países que considera pueden ser apropiados e intercambiados. Personas y países libres no son fáciles ni son difíciles: sería un imposible. Simplemente, tienen la autonomía para elegir sus destinos y ponerse en marcha.