• 21 Jun 2016

por Clyde Soto // Entre el 15 y el 19 de junio de 2016, el Paraguay lució sus verdaderas caras. Como pocas veces, en una sola semana el país exhibió varias de sus facetas frecuentemente escondidas bajo las máscaras de un “como si” se tratara de un país democrático.

Una de estas máscaras es la de la institucionalidad estatal, desvirtuada mediante usos discrecionales, corruptos e ilegales. El 15 de junio, la Fiscalía finalizó su alegato final en contra de los 11 campesinas y campesinos procesados por la masacre de Marina Kue, ocurrida hacía exactamente cuatro años (2012), solicitando penas de prisión de hasta 40 años, en un ademán exagerado de burla hacia la justicia. El caso Curuguaty expone la ficción que esconde la supuesta institucionalidad estatal democrática de tres poderes equilibrados e independientes que gobiernan al país apegados a la ley, la exhibe como apenas una mascarada para preservar los privilegios de la clase dominante. De este caso se sirvieron operadores de las tinieblas para devolver el Poder Ejecutivo a los beneficiarios de la dominación, usando a las fuerzas públicas –que ya no respondían al entonces aún gobierno de Fernando Lugo– para la vil masacre. El Poder Legislativo fue utilizado para instigar a la orden de allanamiento y luego para ejecutar el golpe parlamentario. El Poder Judicial desató el proceso penal que, acusando a los campesinos de ser responsables de la masacre, con un libreto prefabricado, hoy amenaza concluir dejando instalados los más nefastos precedentes para cualquier país que se precie de democrático: sin debido proceso, sin investigación real, sin argumentos, sin pruebas, el sistema de justicia paraguayo se encamina hacia la condena de personas que son inocentes en tanto no se demuestre la culpa, por conveniencia de los poderosos que se beneficiaron de la masacre. El caso Curuguaty nos muestra a los tres poderes estatales coaligados, cual asociación criminal, para concretar y concluir un plan macabro de apropiación del poder e injusticia.

Otra máscara es la de la legalidad, que en realidad oculta a un país gravemente afectado por los negocios ilícitos, desde hace mucho tiempo: demasiado. La guerra narco desatada en Pedro Juan Caballero (capital departamental del Amambay), con la espectacularidad de un atentado con ametralladora antiaérea y la seguidilla de balaceras en las calles, entre el 15 y el 19 de junio, apenas debería servirnos para recordar que ya bajo la dictadura de Stroessner y en los años setenta del siglo XX, con la participación de capitostes del régimen, el Paraguay caía de lleno bajo las garras del crimen organizado para el lucrativo negocio del narcotráfico. Es decir, esto no es nuevo para nadie, o no debería serlo apenas con hacer un simple ejercicio de memoria, un repaso por varios de los crímenes más sonados del historial local (ejemplo: Ramón Rosa Rodríguez) o una mirada a personajes encumbrados por varios de los gobiernos pos-dictatoriales del Paraguay: desde el primero hasta el último aún vigente. ¿Acaso alguien pensaba que se podía dar tanto poder a las mafias y tener un país donde podamos convivir en paz?

Y otra máscara más: la de los derechos humanos. El Paraguay es un país que hasta se jacta de pertenecer al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, pero actúa según patrones consolidados de terrorismo de Estado; es decir, del uso sistemático de medios ilegales y violentos para controlar y reprimir a la población, infundiendo miedo y terror. Esto tampoco es nuevo: es lo que viene haciendo la Fuerza de Tareas Conjuntas (FTC) en el norte del país, bajo la excusa del combate al terrorismo, y lo que muestra la actuación de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) con el pretexto de perseguir al narcotráfico. Estas instituciones son apenas una fachada para las actuaciones terroristas del propio Estado. Lo hemos podido constatar el sábado 18 de junio, cuando agentes de la Senad en camionetas sin chapa persiguieron y acribillaron a toda una familia, matando a una niña de apenas tres años en el regazo de su propia abuela y dejando malherido a un joven de 30 años. Podría calificarse al dramático suceso como un error si el operativo hubiese estado apegado a la ley y si no fuera una repetición de otras muchas actuaciones gravísimas e impunes, con ejecución de ciudadanos. Hay datos sobre todos estos casos, para quien quiera investigar apenas con una simple búsqueda en Internet. Lo cierto es que un Estado que organiza escuadrones paramilitares (pues la Senad no es una fuerza pública constitucional, por lo que no debería tener agentes armados que operan directamente para capturar supuestos  criminales) y que permite que sus fuerzas armadas y policiales actúen discrecionalmente y sin un estricto apego a los límites que les establece la ley, es un Estado terrorista, que usa la ilegalidad, el miedo y el terror para controlar a sus ciudadanos.

Si entendemos como país democrático a aquel que, además de gobernarse bajo la voluntad libremente expresada de la mayoría, lo hace bajo reglas institucionales claras, igualitarias y respetadas por la ciudadanía, y orienta su quehacer y sus políticas hacia el bienestar individual y colectivo de quienes habitan su territorio, el Paraguay actual niega a la democracia. Se trata de un país que, por el contrario de las premisas democráticas, incumple su propia normativa por actuación de sus autoridades, tolera la ilegalidad y actúa bajo patrones que sistemáticamente violan los derechos humanos de la población.

La ciudadanía democrática debe despojar al Paraguay de sus máscaras, para mirar de frente a sus caras reales y para construir un país democrático de verdad.

 

Publicado en E’a el 22 de junio de 2016.

Marcha silencio


  • 10 Jun 2016

por Clyde Soto // El juicio por el caso Curuguaty ingresa a su etapa final y el sistema de justicia paraguayo enfrenta una encrucijada de fuego: todavía puede intentar revertir los gravísimos vicios que han dañado al proceso judicial o puede ratificar la sentencia previa que ha estado sobrevolando al caso desde la misma masacre de Marina Kue, ocurrida el 15 de junio de 2012. Esta sentencia posiblemente ha sido dictada incluso antes del suceso, por quienes lo planificaron y, además, previeron y prepararon sus consecuencias políticas: un golpe destituyente –presentado bajo la forma de un juicio político pleno de irregularidades– para un gobierno democráticamente instituido.

La sentencia previa fue declarada y vociferada desde el día cero por actores policiales, fiscales, políticos y periodísticos: que los campesinos asentados en Marina Kue (que reclamaban esas tierras fiscales para la reforma agraria) emboscaron a la policía durante la operación de allanamiento, e iniciaron la balacera que concluyó en masacre. Dicha versión inverosímil y prefabricada de los hechos fue sistemáticamente desmentida por numerosos testimonios e investigaciones independientes, y claramente fue destruida durante el juicio, por las contradicciones entre testigos y por la falta de elementos de prueba que pudieran sustentarla. Por el contrario, lo que se está viendo ahora de manera nítida, es que posiblemente una parte de los comandos policiales (de las Fuerzas de Operaciones de la Policía Especializada – FOPE) tuvo un activo rol en el inicio y desarrollo de la masacre[1]. Esto, que debería ser suficiente para absolver y liberar a los campesinos e iniciar una nueva investigación, no fue hasta ahora contemplado porque a los actores fiscales, judiciales y estatales no les ha importado que de verdad se sepa qué pasó en Curuguaty.

Lo que suceda como conclusión del juicio no devolverá la vida a los once campesinos y seis policías muertos en la masacre, ni tendrá por sí solo el efecto de resarcir a los campesinos que han soportado el injusto proceso y una privación de libertad que ya dura cuatro años.  Sin embargo, en cualquier caso será un hito para el futuro del país: la señal que marcaría vía libre para futuras acciones similares signadas por la impunidad, o un avance de gran magnitud en la posibilidad de exigir justicia ante el abuso del poder estatal en Paraguay.

La masacre de Marina Kue, la posterior imputación al azar de más de 60 campesinas y campesinos sin tierras por haber supuestamente tenido responsabilidad sobre los crímenes –eran apenas integrantes de la comisión de sin tierras y aspirantes a beneficiarios en la distribución de las tierras fiscales, objeto de una larga disputa con el Estado por acción de la empresa privada Campos Morombí, y algunos ni siquiera estaban presentes–, la acusación de 14 de los imputados y el actual juicio a 11 de ellos, constituyen un compendio paradigmático sobre cómo ha operado históricamente y sigue actuando el proceso de apropiación del territorio campesino e indígena del Paraguay, mediante la expulsión y el progresivo exterminio de sus habitantes[2].

Las tierras ancestrales indígenas y las pobladas de manera tradicional por campesinos, han sido ocupadas y explotadas por empresas privadas nacionales, extranjeras y trasnacionales, por vía de procedimientos gestionados, ratificados o al menos tolerados por el Estado paraguayo: la venta de tierras fiscales, como ocurrió luego de la Guerra Guazú, incluyendo a sus habitantes y poblados, quienes pasaron a ser menos ciudadanos libres que población sujeta a regímenes análogos a la esclavitud (como los mensú de los grandes emporios yerbateros); o la apropiación de lo que hoy llamamos “tierras malhabidas” por parte de personajes beneficiados por la larga dictadura stronista. La explotación, la pobreza obligada, el cambio en los modos de producción a favor de la agricultura extensiva y mecanizada, la invasión de agrotóxicos, e incluso la violencia por parte de los terratenientes y del Estado, han ido expulsando a la población indígena y campesina, para configurar progresivamente un Paraguay menos rural, más urbano, donde una proporción relevante del antiguo campesinado se convirtió en habitante de los cinturones de pobreza (por ejemplo, los bañados de Asunción), cuando no en integrante del conjunto de emigrantes obligados por la ausencia de oportunidades en el propio país.

Los campesinos hoy procesados por el caso Curuguaty son parte de quienes han sufrido este despojo progresivo, portadores de una cultura y una lengua discriminadas. Son protagonistas de la última resistencia a un Estado poscolonial, configurado sobre la base del exterminio de los habitantes nativos y de sus herederos más directos: un Estado que además prosigue su existencia como organización funcional a intereses particulares, más que como proyecto colectivo de coexistencia en un territorio bajo premisas netamente democráticas. Y el sistema de justicia que tiene sometido a este grupo de campesinos al injusto proceso penal próximo a concluir, representa de manera cabal al Estado constituido sobre una dominación de larga data, de cuyos efectos no puede librarse, cuyos ejecutores son los funcionarios policiales, fiscales y judiciales, y cuyos beneficiarios son los grandes capitales que se mueven detrás de la explotación de las tierras y de la corrupción estatal.

El proceso judicial al caso Curuguaty desnuda el modus operandi de la gavilla de operadores que se precisa para sostener el rumbo histórico que ha seguido el Paraguay, hoy disfrazado de “nuevo rumbo”. Aquí todo el mundo sabe que en Marina Kue no ocurrió lo que dice la fiscalía. Se conocen las irregularidades del proceso. Se sabe además cómo han tomado parte de diversas maneras personas con cargos (desde los más elevados hasta los menores, con nombres y apellidos concretos) de los tres poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial). Los testimonios del juicio han mostrado las mentiras y contradicciones en la versión sostenida por la fiscalía. Pero, pese a saberse todo esto, también se enfrenta al cinismo de un sistema que sigue firme en su farsa, como si realmente estuviera juzgando para encontrar la verdad y para hacer justicia.

La encrucijada de Curuguaty tiene solo un camino coherente con la justicia: el de la absolución de los acusados, su inmediata liberación y un nuevo proceso, esta vez para investigar y juzgar a quienes han cometido los crímenes y fabricado el engaño, impidiéndoles la impunidad. Y la ciudadanía democrática del Paraguay seguirá trabajando arduamente para que esto alguna vez sea la realidad.

 

Notas:

[1] Al respecto, ver la exposición realizada por Darío Aguayo, uno de los abogados defensores de los campesinos, en el artículo “Confusión y terror sembrado por agentes de la FOPE”, publicado por E’a el 9 de junio de 2016. Disponible en: http://ea.com.py/v2/blogs/confusion-y-terror-sembrado-por-agentes-de-la-fope/. Última consulta: 9 de junio de 2016.

[2] Ver Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy), Informe Chokokue 1989-2013. El plan sistemático de ejecuciones en la lucha por el territorio campesino, Asunción, Codehupy, 2014. Disponible en: http://www.serpajpy.org.py/wp-content/uploads/2014/08/Informe-Chokokue-1989-2013-versi%C3%B3n-web.pdf. Última consulta: 9 de junio de 2016.

 

 

Publicado en E’a el 10 de junio de 2016.

Campaña del Colectivo Absolución Ya

Vela Curuguaty

Conmemoración convocada por la Articulación por Curuguaty (AxC)

Campaña Somos Observadores de Curuguaty

Campaña Somos Observadores de Curuguaty