• 11 Abr 2017

por Clyde Soto // Enmienda sí, enmienda no: es la letanía de fondo de un Paraguay sacudido por la violencia y la incertidumbre política. Lo ocurrido desde el 28 de marzo de 2017, cuando el Senado se fractura por una modificación de reglamento a fin de aprobar a las apuradas una enmienda constitucional que introduce la reelección presidencial (cuestión vedada desde la Constitución de 1992), nos retrotrae a un punto muerto en las posibilidades de avance democrático y hasta de convivencia pacífica. Y esto es nefasto en cuanto a la ampliación de derechos para todas las personas. La imagen de la quema del Congreso podría funcionar como prueba contundente y “de público conocimiento” de que las cosas no funcionan bien en la República del Paraguay, pero intentaré explicar el sentido de lo que afirmo.

Aclaro de entrada que no me referiré a la reelección, figura a la que si bien tengo tirria por haber sufrido la interminable reelección sin límites del dictador Stroessner desde que tengo memoria hasta 1989, admito como factible en democracia. Y en cuanto a la enmienda, no pretendo abordar el cúmulo de debates acerca de lo legal / ilegal, constitucional / inconstitucional de lo que ha sucedido, pero tengo un par de posiciones: que al haberse rechazado la propuesta en agosto de 2016 era obligatorio esperar un año antes de volver a presentarla, y que era innecesaria esa fractura tan seria del Senado para aprobar el tal proyecto de enmienda. Bastaba con que los sectores pro-enmienda esperaran unos días y votaran en el pleno de la Cámara de Senadores. Al menos, posiblemente se habría evitado los brotes violentos posteriores a esa acción y se hubiese preservado (en algo y pese a su evidente crisis de legitimidad) a uno de los poderes claves de la República.

El sentido de estas líneas es reflexionar sobre las implicancias de este proceso para un amplio conjunto de luchas que desde hace tiempo buscan transformar la faz del Paraguay en un sentido igualitario y de derechos.

 

Nuevo punto muerto

El punto muerto en cuanto a las posibilidades democráticas tiene que ver con varias razones, ninguna de ellas nueva, pero todas magnificadas con los últimos sucesos. La primera, que vivimos bajo la amenaza del terrorismo de Estado. El 31 de marzo tuvimos un muestrario completo: la vil ejecución del joven Rodrigo Quintana en medio de un asalto policial violento e ilegal a la sede de un partido, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), las lesiones graves infligidas por policías a ciudadanas y ciudadanos (entre ellos un diputado) y la “cacería” policial desatada en las calles de Asunción, que dejó numerosas personas heridas, detenidas y torturadas. Este modo de operar no es nuevo. Se repitió desde el final de la dictadura, con puntos álgidos en el Marzo Paraguayo de 1999 y en la masacre de Marina Kue en 2012. Todas las veces hubo objetivos políticos detrás de la violencia estatal. Y, además, siempre fue usado el aparato fiscal y judicial para sostener las posiciones políticas y las injusticias, con chivos expiatorios a quienes acusar, con falsos testimonios para embarrar la posibilidad de conocer la verdad y también con sentencias infames, como las del caso Curuguaty.

Por si la dictadura no hubiera bastado, el caso Curuguaty –con sus 17 muertos, su circo jurídico y sus condenas injustas– debería haber sido suficiente para advertir que si admitimos el terrorismo de Estado en uno o en cualquier caso, el monstruo seguirá tragando vidas y derechos humanos según convenga al poder de turno, afectando incluso a quienes alguna vez callaron por oportunistas. Pero eso no ha pasado y nos toca vivir tiempos de expansión de la violencia y la impunidad. ¿Hasta dónde llegará esto? ¿Ya podemos llamarlo dictadura o hay que esperar más? ¿Cuánto debe consolidarse o generalizarse el terror como modo de actuación estatal para que podamos llamarlo terrorismo de Estado? ¿Cuánto más veremos repetirse este tipo de ataques por parte de agentes estatales para que no lo admitamos ni como presente ni como futuro?

Sobra decir que un sistema de convivencia y de gobierno democrático es incompatible con el terrorismo de Estado. El Paraguay no culminará su interminable transición democrática si sigue admitiendo esto. Podríamos suponer que ya no hay transición, pues esta implicaría un “camino hacia”, mientras lo que vemos es estancamiento y hasta una regresión hacia el autoritarismo del que alguna vez soñamos que podríamos salir.

Foto: Juan Carlos Meza

La segunda razón en cuanto al punto muerto en términos de democracia es el nuevo estallido de las opciones políticas que podrían haber configurado un campo de opciones ante el autoritarismo. Tampoco esto es nuevo. La primera experiencia de alternancia política pos-dictadura se dio con Fernando Lugo y una alianza amplia de oposición en 2008, pero cayó ante el golpe parlamentario asestado por parte de los iniciales aliados (PLRA y Partido Democrático Progresista – PDP) junto con el Partido Colorado, el Partido Patria Querida (PPQ) y el Partido Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (UNACE). Paraguay no pasó su prueba de alternancia por la ambición y mezquindad de los golpistas de entonces, que cerraron filas ideológicas y de clase frente a lo que consideraron era un gobierno de intolerable izquierda –cuestión más que discutible, por cierto–, y por las limitaciones de un gobierno que no terminaba de definir su propio proyecto político. Algunos de aquellos golpistas hoy lamentan los desmanes del gobierno que ayudaron a colocar al frente del Paraguay y se embanderan con la democracia que lastimaron tan gravemente. Esto de la enmienda fractura en muchos sentidos al espectro político, tanto a colorados como a liberales y a la siempre fragmentada izquierda, pero en las filas coloradas está arraigada la costumbre de dejar de lado los rencores ante la posibilidad de poder. Lo cierto es que nos vamos quedando sin opciones hoy visibles sobre cómo des-enquistar al viejo y nefasto poder colorado, que encima es cada vez más francamente stronista.

Salir de la dictadura y transitar hacia la democracia implica –entre muchos otros aspectos– que se consolide la posibilidad de alternancia pacífica, respetando la voluntad mayoritaria al elegir gobierno. Es decir, que se normalice eso de que nadie, ni ningún sector, es dueño eterno y per se del poder político ni del aparato estatal. Todo eso estalló con el golpe de 2012, que fue la preparación del retorno autoritario que hoy tenemos (que excede la figura de Cartes, pues representa un sentido y modo de hacer políticas y gobierno) y que hace explícita su voluntad de haber venido para intentar quedarse. Hay quienes dicen que precisamente por eso se precisa enmendar la Constitución, para que Lugo tenga la posibilidad de pelear y ganar las elecciones de 2018 frente a Cartes y a otros proyectos igualmente burgueses y oligárquicos. Sin embargo, la coyuntural alianza pro-enmienda que esto implica, justamente con quien amenaza con eternizarse en el poder usando las armas del terror y la manipulación normativa (por ejemplo, la ley de Defensa en 2013 y ahora los vaivenes constitucionales), podría terminar por volverse en contra de la credibilidad de este proyecto. Suena además difícil dicha proyectada victoria cuando el historial de resultados electorales indica que se precisan alianzas amplias de oposición para ganar al Partido Colorado, más aún cuando ya recuperó el caudal que había perdido con su escisión del oviedista partido UNACE.

Todo esto muestra el fracaso de un modelo restringido de democracia, aplicado apenas a las cáscaras o formas institucionales, que hoy desnuda sus reales limitaciones en términos de proyecto que beneficie a las mayorías. Podría ser considerado una oportunidad para dar más relevancia a los contenidos y a los resultados del sistema; sin embargo, si ante dicho fracaso lo que triunfa es el autoritarismo más retrógrado… ¿quiénes terminan ganando y, sobre todo, qué ganan?

Una tercera razón del estadio de punto muerto es que se está profundizando la fragmentación y el antagonismo de los proyectos políticos que se ubican en los campos de la izquierda y el llamado progresismo (término por demás ambiguo, pero que alguna cosa representa). Claro que el debate de contenidos y propuestas se da por supuesto en la vida política, pero el maniqueísmo y la tónica actual de las acusaciones mutuas hacen previsible una extrema dificultad de acordar cualquier proyecto futuro en un marco de unidad amplia de estos sectores. Con la fundación del Frente Guasu (FG) en 2010 se había dado un paso en este sentido, si bien quedaban importantes agrupaciones por fuera. Sin embargo, las primeras elecciones pos-golpe (las de 2013) dividieron al frente. Lejos de avizorarse cualquier recomposición en este campo, se consolida dicha división en el actual contexto. Esto condena a la izquierda paraguaya a ser marginal o a aliarse con los partidos tradicionales para obtener cuotas de poder o decisiones políticas. De hecho, el gobierno de Asunción fue ganado en 2015 por Avanza País (sector escindido del FG) con los liberales. Y ahora el FG intenta obtener esto de la reelección en alianza con sectores colorados y liberales.

Más allá de que las rupturas y reconfiguraciones sean también normales en política, esta fragmentación es negativa en el siguiente sentido: muestra la incapacidad de construir un proyecto alternativo consistente frente al bipartidismo tradicional del Paraguay, con sus dos partidos de masas instrumentados por los sectores ricos, poderosos y oligárquicos del país. Finalmente, por riñas irreconciliables y por objetivos puntuales, todos acaban perdonando o siendo parte de golpes, traiciones, violaciones constitucionales, callando ante violaciones de derechos humanos y apareciendo en alianzas (coyunturales o no), abrazos y fotos con quienes antes fueron enemigos o “verdugos”. Y quienes no lo hacen, enfrentan una mayor marginalidad y también aislamiento en el debate y el devenir político. Desde este futuro incierto, es inevitable la sensación de que una vez más se debe reconstruir el campo de los proyectos políticos con vocación y posibilidad de poder y a la vez coherentes, que puedan cambiarle el rumbo político tradicional al Paraguay desde las premisas de la igualdad, del respeto a las leyes y a los derechos. Ojalá mi apreciación sea un error: con gusto vería que este episodio de la enmienda y la reelección apenas sea el preámbulo de un futuro cercano donde las grandes mayorías se vean realmente beneficiadas por un gobierno comprometido con la igualdad y la justicia social.

Y, finalmente, una cuestión que amenaza a la convivencia democrática en el Paraguay es que se vive un tiempo donde el temor ante posibles enfrentamientos violentos entre sectores políticos es una realidad. Las marchas y contramarchas convocadas y desconvocadas evidencian esto. Los discursos agresivos y de tinte totalitario también. La historia del país, plagada de guerras civiles antes de la “paz” dictatorial y asesina de Stroessner, tiene heridas que no terminan de sanar. La violencia política tiene mechas esparcidas, hay quienes amenazan con encenderlas y en este país aún puede arder mucho más que el Congreso. También espero que este sea un temor completamente infundado.

 

Un futuro incierto para los derechos

El fantasma autoritario que sobrevuela el Paraguay coloca a todas las luchas por la ampliación de derechos ante un panorama de incertidumbre. La democracia implica no solo un marco de leyes y votos respetados, sino además un modo de convivencia donde las personas tienen derechos y posibilidades de ejercerlos y de vivir dignamente en un marco de igualdad. Esto no está por debajo de los temas electorales y legales. Por poner un ejemplo dramático, si la mayoría aprueba por votos que se admita la tortura, esto no sería democrático, por más que pueda representar la voluntad popular. Las leyes importan: violarlas no es un asunto menor, más aún cuando se trata de la misma Constitución, donde se ubica el contrato más relevante que nos constituye como Estado. Los derechos humanos importan de igual manera y, como su consecución es progresiva, en un marco democrático la ciudadanía tiene la posibilidad de debatir qué derechos se reconocen, se aceptan y se incluyen en las leyes, cómo se los pone en práctica por vía de políticas y cómo se los hace realidad en la convivencia social. En democracia es factible pelear por los derechos. Bajo regímenes autoritarios, la adquisición y el respeto de los derechos son potestades discrecionales de quienes gobiernan. En democracia, en cambio, es necesario prever los mecanismos de participación, de representación y de decisión para que la voluntad y los derechos de las personas sean respetados.

Cuando la dictadura terminó en Paraguay, en 1989, pese a los vaivenes del tiempo transicional y la persistencia de mentalidades y de actores autoritarios, empezó un periodo donde fue posible la eclosión de actores sociales, de organizaciones, de establecimiento de demandas y de logros para diversos sectores que han sufrido de mil maneras discriminaciones y postergación. La vigencia de libertades públicas, antes conculcadas, permitió que pudiéramos presentar propuestas, discutirlas, argumentarlas, manifestarnos, en ocasiones avanzar y en otras seguir peleando para llegar a objetivos. Como ejemplo, las mujeres organizadas logramos cambiar casi todas las leyes discriminatorias, aunque faltan algunas centrales, como eliminar la penalización del aborto (expresión de alto dominio patriarcal sobre el cuerpo y la vida de las mujeres) y obtener la equiparación total del trabajo doméstico remunerado (cuya desigualdad es de clase y a la vez representa la subvaloración del trabajo que habitualmente han realizado mujeres). No voy a enumerar los logros, pero son importantes para todas. Es bien diferente vivir en un país donde una mujer casada no tiene derecho a administrar ni su propio salario que vivir en uno donde este derecho ya no está en cuestión.

En dictadura, luchar por los derechos era un imposible o un desafío muy grande, en especial si con ello se molestaba al poder, por el riesgo de sufrir cárcel, tortura, deportación, asesinato o desaparición. El tiempo de transición ha tenido sus límites, pese a los cambios relevantes, y cuestiones centrales que configuran lo más duro de la desigualdad –como el derecho a la tierra– recibieron el rigor de los resabios autoritarios y la defensa corporativa de los beneficiados por la concentración de recursos y poder político. Es así como llegamos a Curuguaty en 2012, síntesis del despojo y las discriminaciones históricas del Paraguay. El quiebre de Curuguaty y su posterior golpe parlamentario fue como un grito y zarpazo de quienes se niegan a perder privilegios ante el reconocimiento de derechos y bienes para las mayorías. Esto que pasa en Paraguay ahora, si consolida el proceso de retorno autoritario, pone en riesgo mucho de lo que trabajosamente hemos avanzado, y nos toca a todos los sectores.

El retorno es de quienes concentran tierras, negocios y poder político, y va acompañado de un ascenso de los fundamentalismos, que tienen su perfecto caldo de cultivo donde el autoritarismo tiene más espacio. Nótese, por ejemplo, que el proyecto de enmienda constitucional aprobado en la cuestionada sesión de los 25 senadores/as, elimina la prohibición constitucional de que ministros de cualquier religión puedan ser candidatos a la presidencia de la República. Ergo, podremos tener ya no solo a un ex cura (como Lugo) de presidente, sino incluso a un cura en ejercicio, por citar una posibilidad. Se levantaría del sillón presidencial para pasar al púlpito. Lamentable es que incluso quienes dicen estar hacia la izquierda admitan una medida de tanto retroceso. Hasta 1992, el país tenía una religión oficial, la católica. Desde la Constitución de 1992  no tenemos religión oficial, es decir, el Paraguay es un Estado laico, lo que es una garantía para que cada ciudadana/o pueda profesar libremente sus creencias religiosas (o no tener ninguna), sin que el poder político pueda obligar o reprimir según la creencia de quien esté de turno. Si vamos a poder ser gobernados por ministros religiosos, perderemos gravemente en materia de este derecho humano y de otros muchos que son correlativos.

A los sectores sociales que luchamos por derechos no nos conviene el autoritarismo (en realidad a nadie, salvo a quienes lo ejercen), pues podríamos perder mucho de lo que hemos ganado, y además podría ser imposible aspirar a más. Tampoco nos conviene un Congreso fracturado, inexistente o apenas títere del Ejecutivo, ni uno dominado por retrógrados que ven a los derechos como amenazas. Ni una justicia desde donde cuando “molestamos” simplemente nos anulan con un proceso penal a medida del poder político.

Entonces, aquí está en juego la democracia, no solo por lo que pasa con la Constitución o por quiénes pelearán en 2018: está en juego una construcción de largo plazo y un futuro de largo aliento. No se deberían minimizar los riesgos de pérdida, como si fueran irrelevantes por tratarse de una democracia burguesa. Y ya que es burguesa, hagámosla para todas y todos, para el pueblo, para las grandes mayorías paraguayas. Lo que no estaría bien sería que nos quedemos sin democracia frente a un patético retorno autoritario.

 

Foto: Juan Carlos Meza.

  • Agradezco a Rocco Carbone y a Lilian Soto por la lectura, correcciones y sugerencias a este texto, y a Juan Carlos Meza por las fotos de su autoría. Es magnífico contar con ellxs.

  • 21 Jun 2016

por Clyde Soto // Entre el 15 y el 19 de junio de 2016, el Paraguay lució sus verdaderas caras. Como pocas veces, en una sola semana el país exhibió varias de sus facetas frecuentemente escondidas bajo las máscaras de un “como si” se tratara de un país democrático.

Una de estas máscaras es la de la institucionalidad estatal, desvirtuada mediante usos discrecionales, corruptos e ilegales. El 15 de junio, la Fiscalía finalizó su alegato final en contra de los 11 campesinas y campesinos procesados por la masacre de Marina Kue, ocurrida hacía exactamente cuatro años (2012), solicitando penas de prisión de hasta 40 años, en un ademán exagerado de burla hacia la justicia. El caso Curuguaty expone la ficción que esconde la supuesta institucionalidad estatal democrática de tres poderes equilibrados e independientes que gobiernan al país apegados a la ley, la exhibe como apenas una mascarada para preservar los privilegios de la clase dominante. De este caso se sirvieron operadores de las tinieblas para devolver el Poder Ejecutivo a los beneficiarios de la dominación, usando a las fuerzas públicas –que ya no respondían al entonces aún gobierno de Fernando Lugo– para la vil masacre. El Poder Legislativo fue utilizado para instigar a la orden de allanamiento y luego para ejecutar el golpe parlamentario. El Poder Judicial desató el proceso penal que, acusando a los campesinos de ser responsables de la masacre, con un libreto prefabricado, hoy amenaza concluir dejando instalados los más nefastos precedentes para cualquier país que se precie de democrático: sin debido proceso, sin investigación real, sin argumentos, sin pruebas, el sistema de justicia paraguayo se encamina hacia la condena de personas que son inocentes en tanto no se demuestre la culpa, por conveniencia de los poderosos que se beneficiaron de la masacre. El caso Curuguaty nos muestra a los tres poderes estatales coaligados, cual asociación criminal, para concretar y concluir un plan macabro de apropiación del poder e injusticia.

Otra máscara es la de la legalidad, que en realidad oculta a un país gravemente afectado por los negocios ilícitos, desde hace mucho tiempo: demasiado. La guerra narco desatada en Pedro Juan Caballero (capital departamental del Amambay), con la espectacularidad de un atentado con ametralladora antiaérea y la seguidilla de balaceras en las calles, entre el 15 y el 19 de junio, apenas debería servirnos para recordar que ya bajo la dictadura de Stroessner y en los años setenta del siglo XX, con la participación de capitostes del régimen, el Paraguay caía de lleno bajo las garras del crimen organizado para el lucrativo negocio del narcotráfico. Es decir, esto no es nuevo para nadie, o no debería serlo apenas con hacer un simple ejercicio de memoria, un repaso por varios de los crímenes más sonados del historial local (ejemplo: Ramón Rosa Rodríguez) o una mirada a personajes encumbrados por varios de los gobiernos pos-dictatoriales del Paraguay: desde el primero hasta el último aún vigente. ¿Acaso alguien pensaba que se podía dar tanto poder a las mafias y tener un país donde podamos convivir en paz?

Y otra máscara más: la de los derechos humanos. El Paraguay es un país que hasta se jacta de pertenecer al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, pero actúa según patrones consolidados de terrorismo de Estado; es decir, del uso sistemático de medios ilegales y violentos para controlar y reprimir a la población, infundiendo miedo y terror. Esto tampoco es nuevo: es lo que viene haciendo la Fuerza de Tareas Conjuntas (FTC) en el norte del país, bajo la excusa del combate al terrorismo, y lo que muestra la actuación de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) con el pretexto de perseguir al narcotráfico. Estas instituciones son apenas una fachada para las actuaciones terroristas del propio Estado. Lo hemos podido constatar el sábado 18 de junio, cuando agentes de la Senad en camionetas sin chapa persiguieron y acribillaron a toda una familia, matando a una niña de apenas tres años en el regazo de su propia abuela y dejando malherido a un joven de 30 años. Podría calificarse al dramático suceso como un error si el operativo hubiese estado apegado a la ley y si no fuera una repetición de otras muchas actuaciones gravísimas e impunes, con ejecución de ciudadanos. Hay datos sobre todos estos casos, para quien quiera investigar apenas con una simple búsqueda en Internet. Lo cierto es que un Estado que organiza escuadrones paramilitares (pues la Senad no es una fuerza pública constitucional, por lo que no debería tener agentes armados que operan directamente para capturar supuestos  criminales) y que permite que sus fuerzas armadas y policiales actúen discrecionalmente y sin un estricto apego a los límites que les establece la ley, es un Estado terrorista, que usa la ilegalidad, el miedo y el terror para controlar a sus ciudadanos.

Si entendemos como país democrático a aquel que, además de gobernarse bajo la voluntad libremente expresada de la mayoría, lo hace bajo reglas institucionales claras, igualitarias y respetadas por la ciudadanía, y orienta su quehacer y sus políticas hacia el bienestar individual y colectivo de quienes habitan su territorio, el Paraguay actual niega a la democracia. Se trata de un país que, por el contrario de las premisas democráticas, incumple su propia normativa por actuación de sus autoridades, tolera la ilegalidad y actúa bajo patrones que sistemáticamente violan los derechos humanos de la población.

La ciudadanía democrática debe despojar al Paraguay de sus máscaras, para mirar de frente a sus caras reales y para construir un país democrático de verdad.

 

Publicado en E’a el 22 de junio de 2016.

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