• 15 Jun 2017

por Clyde Soto  //   Hoy se cumplen cinco años de la masacre de Marina Kue, Curuguaty. Recuerdo que en horas de la mañana llegaban hasta Asunción las confusas noticias acerca del episodio, que ya la prensa narraba como un enfrentamiento iniciado por los campesinos que ocupaban las tierras del empresario y líder colorado Blas N. Riquelme. Campos Morombí  era como se identificaba a estas tierras, el nombre de la empresa del mencionado político, ya fallecido. Hasta el día siguiente no supimos cuántos muertos de verdad hubo, puesto que dos cuerpos fueron encontrados por campesinos que entraron a los campos a buscar a sus familiares y vecinos, desafiando el ambiente represivo que se vivía. En medio de dudas, se fue alzando la cifra de 17 muertos: 6 policías y 11 campesinos. Y también se alzó una pregunta-letanía: ¿qué pasó en Curuguaty?

De a poco fuimos sabiendo más: que las tierras se llamaban Marina Kue y estaban en disputa entre el Estado paraguayo y la empresa Campos Morombí, que eran tierras que debían haber sido destinadas a la reforma agraria, que los campesinos no eran una “asociación criminal” sino que incluso tenían una comisión reconocida por el Indert, que había una orden de allanamiento y no de desalojo, que hubo parlamentarios que presionaron para que esta orden fuera emitida, que eran más de 300 policías y apenas 60 campesinos, que hubo armas de grueso calibre que luego no aparecieron, que había evidencias de ejecuciones de campesinos, que se había imputado a mansalva a los presentes en el asentamiento, que hubo casos de tortura, que hubo pruebas desaparecidas… y mucho más. El libreto oficial se desmoronaba sobre sus falacias, pero nada de esto importó para que las consecuencias políticas del caso Curuguaty se hicieran realidad: el golpe parlamentario destituyente de un gobierno disfuncional a los poderes fácticos que operan en Paraguay, la criminalización y sanción jurídica de quienes resultan molestos para esos poderes y el retorno al poder político del Partido Colorado, con un intermedio vergonzoso y de facto del Partido Liberal.

A cinco años, se ven consolidadas las consecuencias de Curuguaty en Paraguay. Fueron condenados por vía de un juicio infame 11 campesinas y campesinos. Guardan injusta reclusión con penas carcelarias desaforadas (30 a 18 años) cuatro de ellos, la muerte de los campesinos nunca fue objeto de investigación, el fiscal que llevó adelante el proceso obtuvo de premio el viceministerio del Interior y ahora aspira nada menos que a Fiscal General. Quienes se aliaron para destituir a un gobierno democrático hoy son perseguidos por el mismo aparataje político-judicial al que ayudaron en su retorno al poder, porque así funcionan los procesos autoritarios: quienes no resultan de utilidad o de servicio al poder, y más quienes molestan, son radiados o eliminados. Con mayor publicidad y respaldo que en su momento los campesinos de Curuguaty, hoy cuatro militantes liberales solicitaron y obtuvieron refugio en Uruguay. Otro guarda una prisión preventiva desproporcionada. Los desalojos y la criminalización del campesinado pobre y de los pueblos indígenas prosiguen, pero cada vez más descarados, más impunes. Yva Poty, Guahory, Itakyry… suman nombres de los perseguidos y crece la injusticia. Hoy mismo, como “regalo de conmemoración”, la fiscalía allanó el local de la más emblemática organización de mujeres campesinas e indígenas del Paraguay, Conamuri, por un proceso en contra de la escuela agroecológica IALA Guaraní. No tenemos aún mayor información al respecto, pero lamentablemente prima la desconfianza y casi la certeza de que se trata de una persecución más, de motivaciones políticas, que ratifica la criminalización del campesinado. Es el patrón sistemático de actuaciones del aparato policial y judicial: cancerberos de un régimen autoritario y no defensores de la institucionalidad jurídica y democrática de una república.

La institucionalidad estatal se volvió algo así como un maleable material al que se puede moldear según la conveniencia de los poderosos: cuando una regla no conviene para el interés coyuntural o de fondo, se la modifica sin que importe mayormente la validez formal, ni mucho menos legitimidad de las actuaciones. No es extraño, puesto que el golpe parlamentario funcionó de esa manera, sin que importaran ni las formas ni el sentido de las normas. Y han entrado en este juego ya prácticamente todos los actores del sistema político.

Curuguaty produjo una re-normalización de la injusticia en Paraguay, solo posible porque la hemos admitido como parte ineludible de nuestra existencia como país, como estado-nación fallido instalado a fuego sobre el exterminio indígena, sobre el desplazamiento campesino, sobre la pérdida o entrega de recursos naturales colectivos, sobre la consolidación de una dominación basada en la posesión de tierras y bienes, la explotación de los seres humanos y de la naturaleza, y también del crimen, la corrupción y los negocios ilegales. Curuguaty fue una recaptura de tierras campesinas, pero también una reapropiación de territorio-estado.

Y Curuguaty derivó en un terrible estallido de las alternativas y de una visión colectiva de futuro que represente alguna forma de esperanza. Es aquí donde tenemos el mayor desafío, sobre todo si se quiere reconstituir un futuro democrático, con igualdad y justicia social. Levantar de nuevo al país, desde las ruinas que deja la injusticia.

 

Foto: Clyde Soto


  • 11 Abr 2017

por Clyde Soto // Enmienda sí, enmienda no: es la letanía de fondo de un Paraguay sacudido por la violencia y la incertidumbre política. Lo ocurrido desde el 28 de marzo de 2017, cuando el Senado se fractura por una modificación de reglamento a fin de aprobar a las apuradas una enmienda constitucional que introduce la reelección presidencial (cuestión vedada desde la Constitución de 1992), nos retrotrae a un punto muerto en las posibilidades de avance democrático y hasta de convivencia pacífica. Y esto es nefasto en cuanto a la ampliación de derechos para todas las personas. La imagen de la quema del Congreso podría funcionar como prueba contundente y “de público conocimiento” de que las cosas no funcionan bien en la República del Paraguay, pero intentaré explicar el sentido de lo que afirmo.

Aclaro de entrada que no me referiré a la reelección, figura a la que si bien tengo tirria por haber sufrido la interminable reelección sin límites del dictador Stroessner desde que tengo memoria hasta 1989, admito como factible en democracia. Y en cuanto a la enmienda, no pretendo abordar el cúmulo de debates acerca de lo legal / ilegal, constitucional / inconstitucional de lo que ha sucedido, pero tengo un par de posiciones: que al haberse rechazado la propuesta en agosto de 2016 era obligatorio esperar un año antes de volver a presentarla, y que era innecesaria esa fractura tan seria del Senado para aprobar el tal proyecto de enmienda. Bastaba con que los sectores pro-enmienda esperaran unos días y votaran en el pleno de la Cámara de Senadores. Al menos, posiblemente se habría evitado los brotes violentos posteriores a esa acción y se hubiese preservado (en algo y pese a su evidente crisis de legitimidad) a uno de los poderes claves de la República.

El sentido de estas líneas es reflexionar sobre las implicancias de este proceso para un amplio conjunto de luchas que desde hace tiempo buscan transformar la faz del Paraguay en un sentido igualitario y de derechos.

 

Nuevo punto muerto

El punto muerto en cuanto a las posibilidades democráticas tiene que ver con varias razones, ninguna de ellas nueva, pero todas magnificadas con los últimos sucesos. La primera, que vivimos bajo la amenaza del terrorismo de Estado. El 31 de marzo tuvimos un muestrario completo: la vil ejecución del joven Rodrigo Quintana en medio de un asalto policial violento e ilegal a la sede de un partido, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), las lesiones graves infligidas por policías a ciudadanas y ciudadanos (entre ellos un diputado) y la “cacería” policial desatada en las calles de Asunción, que dejó numerosas personas heridas, detenidas y torturadas. Este modo de operar no es nuevo. Se repitió desde el final de la dictadura, con puntos álgidos en el Marzo Paraguayo de 1999 y en la masacre de Marina Kue en 2012. Todas las veces hubo objetivos políticos detrás de la violencia estatal. Y, además, siempre fue usado el aparato fiscal y judicial para sostener las posiciones políticas y las injusticias, con chivos expiatorios a quienes acusar, con falsos testimonios para embarrar la posibilidad de conocer la verdad y también con sentencias infames, como las del caso Curuguaty.

Por si la dictadura no hubiera bastado, el caso Curuguaty –con sus 17 muertos, su circo jurídico y sus condenas injustas– debería haber sido suficiente para advertir que si admitimos el terrorismo de Estado en uno o en cualquier caso, el monstruo seguirá tragando vidas y derechos humanos según convenga al poder de turno, afectando incluso a quienes alguna vez callaron por oportunistas. Pero eso no ha pasado y nos toca vivir tiempos de expansión de la violencia y la impunidad. ¿Hasta dónde llegará esto? ¿Ya podemos llamarlo dictadura o hay que esperar más? ¿Cuánto debe consolidarse o generalizarse el terror como modo de actuación estatal para que podamos llamarlo terrorismo de Estado? ¿Cuánto más veremos repetirse este tipo de ataques por parte de agentes estatales para que no lo admitamos ni como presente ni como futuro?

Sobra decir que un sistema de convivencia y de gobierno democrático es incompatible con el terrorismo de Estado. El Paraguay no culminará su interminable transición democrática si sigue admitiendo esto. Podríamos suponer que ya no hay transición, pues esta implicaría un “camino hacia”, mientras lo que vemos es estancamiento y hasta una regresión hacia el autoritarismo del que alguna vez soñamos que podríamos salir.

Foto: Juan Carlos Meza

La segunda razón en cuanto al punto muerto en términos de democracia es el nuevo estallido de las opciones políticas que podrían haber configurado un campo de opciones ante el autoritarismo. Tampoco esto es nuevo. La primera experiencia de alternancia política pos-dictadura se dio con Fernando Lugo y una alianza amplia de oposición en 2008, pero cayó ante el golpe parlamentario asestado por parte de los iniciales aliados (PLRA y Partido Democrático Progresista – PDP) junto con el Partido Colorado, el Partido Patria Querida (PPQ) y el Partido Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (UNACE). Paraguay no pasó su prueba de alternancia por la ambición y mezquindad de los golpistas de entonces, que cerraron filas ideológicas y de clase frente a lo que consideraron era un gobierno de intolerable izquierda –cuestión más que discutible, por cierto–, y por las limitaciones de un gobierno que no terminaba de definir su propio proyecto político. Algunos de aquellos golpistas hoy lamentan los desmanes del gobierno que ayudaron a colocar al frente del Paraguay y se embanderan con la democracia que lastimaron tan gravemente. Esto de la enmienda fractura en muchos sentidos al espectro político, tanto a colorados como a liberales y a la siempre fragmentada izquierda, pero en las filas coloradas está arraigada la costumbre de dejar de lado los rencores ante la posibilidad de poder. Lo cierto es que nos vamos quedando sin opciones hoy visibles sobre cómo des-enquistar al viejo y nefasto poder colorado, que encima es cada vez más francamente stronista.

Salir de la dictadura y transitar hacia la democracia implica –entre muchos otros aspectos– que se consolide la posibilidad de alternancia pacífica, respetando la voluntad mayoritaria al elegir gobierno. Es decir, que se normalice eso de que nadie, ni ningún sector, es dueño eterno y per se del poder político ni del aparato estatal. Todo eso estalló con el golpe de 2012, que fue la preparación del retorno autoritario que hoy tenemos (que excede la figura de Cartes, pues representa un sentido y modo de hacer políticas y gobierno) y que hace explícita su voluntad de haber venido para intentar quedarse. Hay quienes dicen que precisamente por eso se precisa enmendar la Constitución, para que Lugo tenga la posibilidad de pelear y ganar las elecciones de 2018 frente a Cartes y a otros proyectos igualmente burgueses y oligárquicos. Sin embargo, la coyuntural alianza pro-enmienda que esto implica, justamente con quien amenaza con eternizarse en el poder usando las armas del terror y la manipulación normativa (por ejemplo, la ley de Defensa en 2013 y ahora los vaivenes constitucionales), podría terminar por volverse en contra de la credibilidad de este proyecto. Suena además difícil dicha proyectada victoria cuando el historial de resultados electorales indica que se precisan alianzas amplias de oposición para ganar al Partido Colorado, más aún cuando ya recuperó el caudal que había perdido con su escisión del oviedista partido UNACE.

Todo esto muestra el fracaso de un modelo restringido de democracia, aplicado apenas a las cáscaras o formas institucionales, que hoy desnuda sus reales limitaciones en términos de proyecto que beneficie a las mayorías. Podría ser considerado una oportunidad para dar más relevancia a los contenidos y a los resultados del sistema; sin embargo, si ante dicho fracaso lo que triunfa es el autoritarismo más retrógrado… ¿quiénes terminan ganando y, sobre todo, qué ganan?

Una tercera razón del estadio de punto muerto es que se está profundizando la fragmentación y el antagonismo de los proyectos políticos que se ubican en los campos de la izquierda y el llamado progresismo (término por demás ambiguo, pero que alguna cosa representa). Claro que el debate de contenidos y propuestas se da por supuesto en la vida política, pero el maniqueísmo y la tónica actual de las acusaciones mutuas hacen previsible una extrema dificultad de acordar cualquier proyecto futuro en un marco de unidad amplia de estos sectores. Con la fundación del Frente Guasu (FG) en 2010 se había dado un paso en este sentido, si bien quedaban importantes agrupaciones por fuera. Sin embargo, las primeras elecciones pos-golpe (las de 2013) dividieron al frente. Lejos de avizorarse cualquier recomposición en este campo, se consolida dicha división en el actual contexto. Esto condena a la izquierda paraguaya a ser marginal o a aliarse con los partidos tradicionales para obtener cuotas de poder o decisiones políticas. De hecho, el gobierno de Asunción fue ganado en 2015 por Avanza País (sector escindido del FG) con los liberales. Y ahora el FG intenta obtener esto de la reelección en alianza con sectores colorados y liberales.

Más allá de que las rupturas y reconfiguraciones sean también normales en política, esta fragmentación es negativa en el siguiente sentido: muestra la incapacidad de construir un proyecto alternativo consistente frente al bipartidismo tradicional del Paraguay, con sus dos partidos de masas instrumentados por los sectores ricos, poderosos y oligárquicos del país. Finalmente, por riñas irreconciliables y por objetivos puntuales, todos acaban perdonando o siendo parte de golpes, traiciones, violaciones constitucionales, callando ante violaciones de derechos humanos y apareciendo en alianzas (coyunturales o no), abrazos y fotos con quienes antes fueron enemigos o “verdugos”. Y quienes no lo hacen, enfrentan una mayor marginalidad y también aislamiento en el debate y el devenir político. Desde este futuro incierto, es inevitable la sensación de que una vez más se debe reconstruir el campo de los proyectos políticos con vocación y posibilidad de poder y a la vez coherentes, que puedan cambiarle el rumbo político tradicional al Paraguay desde las premisas de la igualdad, del respeto a las leyes y a los derechos. Ojalá mi apreciación sea un error: con gusto vería que este episodio de la enmienda y la reelección apenas sea el preámbulo de un futuro cercano donde las grandes mayorías se vean realmente beneficiadas por un gobierno comprometido con la igualdad y la justicia social.

Y, finalmente, una cuestión que amenaza a la convivencia democrática en el Paraguay es que se vive un tiempo donde el temor ante posibles enfrentamientos violentos entre sectores políticos es una realidad. Las marchas y contramarchas convocadas y desconvocadas evidencian esto. Los discursos agresivos y de tinte totalitario también. La historia del país, plagada de guerras civiles antes de la “paz” dictatorial y asesina de Stroessner, tiene heridas que no terminan de sanar. La violencia política tiene mechas esparcidas, hay quienes amenazan con encenderlas y en este país aún puede arder mucho más que el Congreso. También espero que este sea un temor completamente infundado.

 

Un futuro incierto para los derechos

El fantasma autoritario que sobrevuela el Paraguay coloca a todas las luchas por la ampliación de derechos ante un panorama de incertidumbre. La democracia implica no solo un marco de leyes y votos respetados, sino además un modo de convivencia donde las personas tienen derechos y posibilidades de ejercerlos y de vivir dignamente en un marco de igualdad. Esto no está por debajo de los temas electorales y legales. Por poner un ejemplo dramático, si la mayoría aprueba por votos que se admita la tortura, esto no sería democrático, por más que pueda representar la voluntad popular. Las leyes importan: violarlas no es un asunto menor, más aún cuando se trata de la misma Constitución, donde se ubica el contrato más relevante que nos constituye como Estado. Los derechos humanos importan de igual manera y, como su consecución es progresiva, en un marco democrático la ciudadanía tiene la posibilidad de debatir qué derechos se reconocen, se aceptan y se incluyen en las leyes, cómo se los pone en práctica por vía de políticas y cómo se los hace realidad en la convivencia social. En democracia es factible pelear por los derechos. Bajo regímenes autoritarios, la adquisición y el respeto de los derechos son potestades discrecionales de quienes gobiernan. En democracia, en cambio, es necesario prever los mecanismos de participación, de representación y de decisión para que la voluntad y los derechos de las personas sean respetados.

Cuando la dictadura terminó en Paraguay, en 1989, pese a los vaivenes del tiempo transicional y la persistencia de mentalidades y de actores autoritarios, empezó un periodo donde fue posible la eclosión de actores sociales, de organizaciones, de establecimiento de demandas y de logros para diversos sectores que han sufrido de mil maneras discriminaciones y postergación. La vigencia de libertades públicas, antes conculcadas, permitió que pudiéramos presentar propuestas, discutirlas, argumentarlas, manifestarnos, en ocasiones avanzar y en otras seguir peleando para llegar a objetivos. Como ejemplo, las mujeres organizadas logramos cambiar casi todas las leyes discriminatorias, aunque faltan algunas centrales, como eliminar la penalización del aborto (expresión de alto dominio patriarcal sobre el cuerpo y la vida de las mujeres) y obtener la equiparación total del trabajo doméstico remunerado (cuya desigualdad es de clase y a la vez representa la subvaloración del trabajo que habitualmente han realizado mujeres). No voy a enumerar los logros, pero son importantes para todas. Es bien diferente vivir en un país donde una mujer casada no tiene derecho a administrar ni su propio salario que vivir en uno donde este derecho ya no está en cuestión.

En dictadura, luchar por los derechos era un imposible o un desafío muy grande, en especial si con ello se molestaba al poder, por el riesgo de sufrir cárcel, tortura, deportación, asesinato o desaparición. El tiempo de transición ha tenido sus límites, pese a los cambios relevantes, y cuestiones centrales que configuran lo más duro de la desigualdad –como el derecho a la tierra– recibieron el rigor de los resabios autoritarios y la defensa corporativa de los beneficiados por la concentración de recursos y poder político. Es así como llegamos a Curuguaty en 2012, síntesis del despojo y las discriminaciones históricas del Paraguay. El quiebre de Curuguaty y su posterior golpe parlamentario fue como un grito y zarpazo de quienes se niegan a perder privilegios ante el reconocimiento de derechos y bienes para las mayorías. Esto que pasa en Paraguay ahora, si consolida el proceso de retorno autoritario, pone en riesgo mucho de lo que trabajosamente hemos avanzado, y nos toca a todos los sectores.

El retorno es de quienes concentran tierras, negocios y poder político, y va acompañado de un ascenso de los fundamentalismos, que tienen su perfecto caldo de cultivo donde el autoritarismo tiene más espacio. Nótese, por ejemplo, que el proyecto de enmienda constitucional aprobado en la cuestionada sesión de los 25 senadores/as, elimina la prohibición constitucional de que ministros de cualquier religión puedan ser candidatos a la presidencia de la República. Ergo, podremos tener ya no solo a un ex cura (como Lugo) de presidente, sino incluso a un cura en ejercicio, por citar una posibilidad. Se levantaría del sillón presidencial para pasar al púlpito. Lamentable es que incluso quienes dicen estar hacia la izquierda admitan una medida de tanto retroceso. Hasta 1992, el país tenía una religión oficial, la católica. Desde la Constitución de 1992  no tenemos religión oficial, es decir, el Paraguay es un Estado laico, lo que es una garantía para que cada ciudadana/o pueda profesar libremente sus creencias religiosas (o no tener ninguna), sin que el poder político pueda obligar o reprimir según la creencia de quien esté de turno. Si vamos a poder ser gobernados por ministros religiosos, perderemos gravemente en materia de este derecho humano y de otros muchos que son correlativos.

A los sectores sociales que luchamos por derechos no nos conviene el autoritarismo (en realidad a nadie, salvo a quienes lo ejercen), pues podríamos perder mucho de lo que hemos ganado, y además podría ser imposible aspirar a más. Tampoco nos conviene un Congreso fracturado, inexistente o apenas títere del Ejecutivo, ni uno dominado por retrógrados que ven a los derechos como amenazas. Ni una justicia desde donde cuando “molestamos” simplemente nos anulan con un proceso penal a medida del poder político.

Entonces, aquí está en juego la democracia, no solo por lo que pasa con la Constitución o por quiénes pelearán en 2018: está en juego una construcción de largo plazo y un futuro de largo aliento. No se deberían minimizar los riesgos de pérdida, como si fueran irrelevantes por tratarse de una democracia burguesa. Y ya que es burguesa, hagámosla para todas y todos, para el pueblo, para las grandes mayorías paraguayas. Lo que no estaría bien sería que nos quedemos sin democracia frente a un patético retorno autoritario.

 

Foto: Juan Carlos Meza.

  • Agradezco a Rocco Carbone y a Lilian Soto por la lectura, correcciones y sugerencias a este texto, y a Juan Carlos Meza por las fotos de su autoría. Es magnífico contar con ellxs.

  • 10 Jul 2016

Por Clyde Soto  //  Llega a su final el juicio al caso Curuguaty. El tribunal dará su sentencia el lunes 11 de julio de 2016 a las 13:00. Se trata de un proceso penal histórico, por la relevancia del caso tratado –la masacre de Marina Kue, origen del golpe parlamentario de 2012–, por la posibilidad de absolución o de injusta condena a 11 campesinas y campesinos procesados, y porque el Paraguay se juega demasiado, tanto como su futuro. Es que el futuro, por definición inasible y por naturaleza incierto, puede cobrar cierta nitidez solo en términos de proyecto: lo que queremos para nuestras vidas y para las de las generaciones futuras.

El caso Curuguaty representa una encrucijada, desde donde podemos imaginar al Paraguay prisionero de poderes tenebrosos e impunes, capaces no solo de asesinar sin ser por ello castigados, sino además de endilgar el crimen a otros, a quienes más a mano se encuentran debido a la desprotección causada por los efectos de una larga expoliación: hoy los 11 campesinos, como ayer fueron otros (durante la dictadura, en el Marzo Paraguayo, entre muchos casos) y como mañana podrá ser cualquiera. O también puede representar un momento paradigmático de cambio, gracias a una resistencia de potencia inaudita y pese a la gran disparidad de fuerzas: pues se trata de enfrentar a quienes tienen para sí a todo el aparato y a los poderes del Estado. En este juicio se juega la consolidación de la impunidad como sistema o se abre el camino para seguir  avanzando hacia un país con real democracia y con justicia.

El resultado del juicio nos enfrenta a una posibilidad aterradora: la victoria de lo irracional y absurdo sobre lo coherente y sensato. Y es que estamos ante una farsa que si no fuera por sus consecuencias tan trágicas, podría movernos a la risa: los sinsentidos y contradicciones expuestos por la Fiscalía han sido tantos que hasta parece mentira que este proceso haya sucedido tal como lo escuchamos y leímos. En su alegato final, la Fiscalía se atrevió a cuestionar que los campesinos usaran la frase “Vencer o morir” en sus movilizaciones. Imaginen tamaña afrenta: en un país superviviente de una guerra genocida, precisamente por la convicción de su irreductible derecho a ser, se animan a cuestionar que sus ciudadanos, herederos de quienes no se rindieron, usen en sus luchas sociales esa frase con la que hemos crecido y nos logramos sentir parte de un colectivo con una historia digna, pese a la tragedia.

Increíble es que pidan 40 años (¡sí, 40!) de cárcel para Rubén Villalba, alegando que él tenía un gran liderazgo en el grupo (¿ser líder una culpa?) y que supuestamente es peligroso según un informe psicológico que jamás apareció, cuando no existe una sola prueba contundente ni testimonio firme y creíble de que haya siquiera disparado un arma el día de la masacre. Que quieran privar de libertad por 25 años a Luis Olmedo porque según la fiscalía él y Rubén mataron a Erven Lovera, cuando el forense dijo que los tiros provenían de lejos, siendo que ambos acusados estaban en el espacio más cercano al sitio donde cayó el comisario. Que les hayan cambiado la acusación de “tentativa de homicidio doloso” a “homicidio doloso” consumado. ¡Sin pruebas! Que pidan 20 años de prisión para Arnaldo Quintana y Néstor Castro, ¿por qué?: porque estaban ahí. Pero nadie ha podido decir y probar que hayan sido causantes de alguna de las muertes de los seis policías fallecidos. No solo eso: han hecho un embrollo patético con los calibres y tipos de armas y, además, los proyectiles que entregaron a Rachid el día de la masacre (lo vimos porque fue filmado en el momento) nunca aparecieron. Ni las filmaciones del helicóptero. Las autopsias fueron superficiales, ni siquiera extrajeron todas las balas de los cuerpos, ni hicieron autopsias a los cuerpos de todos los campesinos asesinados. No investigaron cómo fue que murieron los campesinos y quiénes los mataron, pese a que hay testimonios impactantes de ejecuciones: algunos campesinos heridos llamaron a sus familiares y luego aparecieron muertos, con balazos en la cabeza. Agregaron pruebas que la defensa no había podido revisar. Entre sus supuestas pruebas hay una lista de elementos cotidianos (quepis, botellas de refresco) que nunca explicaron por qué eran importantes para demostrar algo. En fin, un desastre de parcialidad manifiesta y de mentira evidente.

Por si fuera poco, la Fiscalía pidió ocho años de prisión para Lucía Agüero, Fani Olmedo y Dolores López, las tres mujeres ahora procesadas por “haber generado un ambiente de confianza” para que los policías entren confiados en que nada sucedería. ¿Cómo es que lo hicieron?: simplemente porque eran mujeres y estaban en ese momento con sus hijos en el lugar de la masacre. Sí: ¡por ser mujeres y estar ahí! No se puede creer. Y para completar el cuadro, los fiscales solicitaron cinco años de cárcel para Felipe Benítez Balmori, Adalberto Castro, Alcides Ramírez y Juan Carlos Tillería, también por haber estado en el lugar, lo que dicen demuestra que alguna responsabilidad tuvieron y eran partícipes del tal complot, porque recuérdese que desde un inicio la Fiscalía dijo (y repitieron los medios) que en Marina Kue los campesinos emboscaron a los policías desarmados para luego matarlos. 60 campesinos con escopetas viejas (varias inservibles, la mayoría nunca disparadas) ante 300 policías, estos últimos sí fuertemente armados, como se pudo ver en fotos y testimonios… pero eso nadie investigó. A los poderes tenebrosos les conviene una condena, porque les ayuda a poner un punto final forzado al caso, e incluso obliga a la ciudadanía a enfocarse en la defensa de los campesinos, porque de esa manera se evaporan cada vez más las posibilidades de saber quiénes fueron culpables.

Si una Fiscalía imparcial o una comisión independiente hubieran indagado, habríamos sabido no solo quiénes iniciaron y ejecutaron la masacre, sino además al servicio de quiénes y ante qué órdenes actuaron. Por las consecuencias políticas de lo ocurrido y por el itinerario de las tierras de Marina Kue, sabemos qué sectores y quiénes se beneficiaron. También conocemos quiénes formaron parte de la cadena de acontecimientos que derivaron en la orden de allanamiento, puntapié inicial de los sucesos. Pero aquí falta conocer los nombres de los autores morales de los hechos de Marina Kue y los de los operadores reales, y se precisa no solo saber, sino además procesar y juzgar a este conjunto de personas, para que no vuelvan a repetir impunemente este tipo de operaciones políticas sangrientas.

Mientras esperamos la sentencia, varios hechos confirman por qué la pretensión de estas irracionales “sentencias ejemplificadoras”, como afirmó la Fiscalía en sus alegatos: porque quieren impunidad para seguir actuando de la misma manera. Quieren impedir que el campesinado siga en la lucha por la tierra y quieren vía libre para que la policía use la violencia en los desalojos y para usar el castigo penal como disuasorio. Es lo que está pasando en Remansito (Villa Hayes), en Pastoreo (Caaguazú), en Primero de Marzo (Yvyra Rovana), entre otros muchos lugares en el Paraguay. La amenaza de “otro Curuguaty” sobrevuela el país cada vez que la ciudadanía –y en especial el campesinado– se moviliza por sus derechos.

Todavía falta conocer la sentencia, que podría encaminarse hacia la justicia si fuera de absolución (podría ser, aún estamos a tiempo), pese a que ya son cuatro años de calvario judicial y de injustificada privación de libertad de las personas acusadas. Pero incluso antes de la sentencia ya ganamos algo, de manera real aunque aún insuficiente para generar justicia: que se sepa, porque lo sabe todo el mundo –en Paraguay y afuera–, que en Curuguaty pasó la injusticia, que no sucedió lo que querían creyéramos que ocurrió, que las campesinas y los campesinos son inocentes. El discurso prefabricado fue desmontado por la defensa jurídica, por los campesinos, por militantes de organizaciones, por activistas, por quienes escriben, por quienes difunden buscando verdad. Ya no pueden sostener sus mentiras con un mínimo de credibilidad. Nadie (salvo stronistas anhelantes de autoritarismo y “opinadores” contratados) confía en la parodia de proceso penal que montaron. Logramos todo esto con la palabra, pacífica, y con la sostenida e incansable movilización ciudadana. Y si conseguimos esto, también podremos alcanzar justicia.

 

Absolución YA4

 


  • 21 Jun 2016

por Clyde Soto // Entre el 15 y el 19 de junio de 2016, el Paraguay lució sus verdaderas caras. Como pocas veces, en una sola semana el país exhibió varias de sus facetas frecuentemente escondidas bajo las máscaras de un “como si” se tratara de un país democrático.

Una de estas máscaras es la de la institucionalidad estatal, desvirtuada mediante usos discrecionales, corruptos e ilegales. El 15 de junio, la Fiscalía finalizó su alegato final en contra de los 11 campesinas y campesinos procesados por la masacre de Marina Kue, ocurrida hacía exactamente cuatro años (2012), solicitando penas de prisión de hasta 40 años, en un ademán exagerado de burla hacia la justicia. El caso Curuguaty expone la ficción que esconde la supuesta institucionalidad estatal democrática de tres poderes equilibrados e independientes que gobiernan al país apegados a la ley, la exhibe como apenas una mascarada para preservar los privilegios de la clase dominante. De este caso se sirvieron operadores de las tinieblas para devolver el Poder Ejecutivo a los beneficiarios de la dominación, usando a las fuerzas públicas –que ya no respondían al entonces aún gobierno de Fernando Lugo– para la vil masacre. El Poder Legislativo fue utilizado para instigar a la orden de allanamiento y luego para ejecutar el golpe parlamentario. El Poder Judicial desató el proceso penal que, acusando a los campesinos de ser responsables de la masacre, con un libreto prefabricado, hoy amenaza concluir dejando instalados los más nefastos precedentes para cualquier país que se precie de democrático: sin debido proceso, sin investigación real, sin argumentos, sin pruebas, el sistema de justicia paraguayo se encamina hacia la condena de personas que son inocentes en tanto no se demuestre la culpa, por conveniencia de los poderosos que se beneficiaron de la masacre. El caso Curuguaty nos muestra a los tres poderes estatales coaligados, cual asociación criminal, para concretar y concluir un plan macabro de apropiación del poder e injusticia.

Otra máscara es la de la legalidad, que en realidad oculta a un país gravemente afectado por los negocios ilícitos, desde hace mucho tiempo: demasiado. La guerra narco desatada en Pedro Juan Caballero (capital departamental del Amambay), con la espectacularidad de un atentado con ametralladora antiaérea y la seguidilla de balaceras en las calles, entre el 15 y el 19 de junio, apenas debería servirnos para recordar que ya bajo la dictadura de Stroessner y en los años setenta del siglo XX, con la participación de capitostes del régimen, el Paraguay caía de lleno bajo las garras del crimen organizado para el lucrativo negocio del narcotráfico. Es decir, esto no es nuevo para nadie, o no debería serlo apenas con hacer un simple ejercicio de memoria, un repaso por varios de los crímenes más sonados del historial local (ejemplo: Ramón Rosa Rodríguez) o una mirada a personajes encumbrados por varios de los gobiernos pos-dictatoriales del Paraguay: desde el primero hasta el último aún vigente. ¿Acaso alguien pensaba que se podía dar tanto poder a las mafias y tener un país donde podamos convivir en paz?

Y otra máscara más: la de los derechos humanos. El Paraguay es un país que hasta se jacta de pertenecer al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, pero actúa según patrones consolidados de terrorismo de Estado; es decir, del uso sistemático de medios ilegales y violentos para controlar y reprimir a la población, infundiendo miedo y terror. Esto tampoco es nuevo: es lo que viene haciendo la Fuerza de Tareas Conjuntas (FTC) en el norte del país, bajo la excusa del combate al terrorismo, y lo que muestra la actuación de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) con el pretexto de perseguir al narcotráfico. Estas instituciones son apenas una fachada para las actuaciones terroristas del propio Estado. Lo hemos podido constatar el sábado 18 de junio, cuando agentes de la Senad en camionetas sin chapa persiguieron y acribillaron a toda una familia, matando a una niña de apenas tres años en el regazo de su propia abuela y dejando malherido a un joven de 30 años. Podría calificarse al dramático suceso como un error si el operativo hubiese estado apegado a la ley y si no fuera una repetición de otras muchas actuaciones gravísimas e impunes, con ejecución de ciudadanos. Hay datos sobre todos estos casos, para quien quiera investigar apenas con una simple búsqueda en Internet. Lo cierto es que un Estado que organiza escuadrones paramilitares (pues la Senad no es una fuerza pública constitucional, por lo que no debería tener agentes armados que operan directamente para capturar supuestos  criminales) y que permite que sus fuerzas armadas y policiales actúen discrecionalmente y sin un estricto apego a los límites que les establece la ley, es un Estado terrorista, que usa la ilegalidad, el miedo y el terror para controlar a sus ciudadanos.

Si entendemos como país democrático a aquel que, además de gobernarse bajo la voluntad libremente expresada de la mayoría, lo hace bajo reglas institucionales claras, igualitarias y respetadas por la ciudadanía, y orienta su quehacer y sus políticas hacia el bienestar individual y colectivo de quienes habitan su territorio, el Paraguay actual niega a la democracia. Se trata de un país que, por el contrario de las premisas democráticas, incumple su propia normativa por actuación de sus autoridades, tolera la ilegalidad y actúa bajo patrones que sistemáticamente violan los derechos humanos de la población.

La ciudadanía democrática debe despojar al Paraguay de sus máscaras, para mirar de frente a sus caras reales y para construir un país democrático de verdad.

 

Publicado en E’a el 22 de junio de 2016.

Marcha silencio


  • 01 Jul 2015

por Clyde Soto – Rocco Carbone
Militantes. Resistentes.

Curuguaty, en Paraguay, es la tierra del curuguá –una fruta de sabor penetrante–, pero en la historia política reciente de América Latina es el territorio donde en 2012 ocurrió una masacre de campesinos y policías, que dio pie al golpe de Estado a un gobierno progresista que había roto una larga hegemonía autoritaria. Desde entonces, hay 13 personas, todas campesinas, imputadas de manera harto arbitraria, a la espera de un juicio que reúne todas las condiciones básicas de la injusticia, que desde hace tres años guardan arresto: este es el escenario y el primer pantallazo.

El sábado 27 de junio pasado, justo un mes antes de que se inicie el juicio al caso Curuguaty –suspendido por tercera vez, por obra de un sistema que sabe administrar injusticia– un grupo de campesinas y campesinos de la zona ingresó nuevamente a Marina Kue, al lugar donde sucedió la masacre del 15 de junio de 2012. Reocuparon las tierras. Esas tierras cuya disputa está en el origen de la masacre y en el foco de la crisis que desembocó en el golpe parlamentario.

Élida Benítez de Castro es la vocera de la reocupación. Es madre de Adolfo (muerto en la masacre) y de Néstor y Adalberto, ambos privados de libertad desde hace tres años y dos de quienes enfrentarán juicio oral y público desde el 27 de julio, bajo la acusación de haber tenido responsabilidad en la muerte de los policías. “Entramos para exigir las tierras por las que tanto han luchado nuestros hijos hasta costarles la vida; por eso estamos aquí y permaneceremos hasta que nos hagan caso”, dijo Élida a la prensa el día de la ocupación. Su esposo, Adolfo Castro –una figura indeclinable de esta lucha: enjuto, empedernido, de ademanes adustos, duro– , tiene una prohibición judicial de cruzar la ruta y acercarse siquiera a Marina Kue desde que en 2014, junto con otros campesinos, realizó una ocupación simbólica de una parcela de esas tierras. Entonces, plantaron maíz, porotos, frutas: elementos de lucha peligrosos. Estas dos personas son todo un símbolo de lo que significa ocupar, reocupar y preocuparse por las tierras de Marina Kue. Símbolos de quiénes las ocupan, por qué las ocupan y por eso mismo por qué se les persigue, procesa y mata por ocupar.

Paraguay es un país expropiado de sí mismo: un Estado-nación surgido –hace poco más de 200 años– de un proyecto colonial de largo alcance, donde los pueblos indígenas y el campesinado representan el último orejón de un sistema de vida que ha sido progresivamente destruido: por el exterminio, por la absorción cultural, por la expulsión y desplazamiento, por las tierras malhabidas, por la soja, por los brasiguayos. El campesinado pobre del Paraguay –el que aun resiste– habita tierras donde, en general, no se cuenta con las legalidades formales exigidas por el Estado: sin títulos, sucesivamente pertenecientes al Estado, a empresas extranjeras, a corruptos que se las apropiaron durante la dictadura de Stroessner, a la milicia, a una reforma agraria farsada por poderosos, como es el caso de Marina Kue. El campesinado es un colectivo resistente: heredero de un modo de vivir y producir disfuncional con respecto al capitalismo depredador, que en varias latitudes de América Latina se verifica bajo forma de soja. Colectivo portador, además, de una resistencia (que es victoria) cultural y simbólica: hablan guaraní, la lengua nativa que no pudo ser destruida y que aún sigue hablando a las mayorías paraguayas.

El campesinado paraguayo que lucha por la tierra ocupa parcelas porque es la única manera de lograr que el Estado responda: a veces tienen éxito y se inicia un proceso de reconocimiento y legalización de los asentamientos. Otras veces (las más) no lo tienen. El poder de los terratenientes amparados por el Estado es mayor, y entonces les persiguen, apresan, imputan, procesan o matan. Siempre: se los despoja de su peso ontológico. Son campesinas y campesinos despojados de la tierra, que es lo mismo que decir: sin ser. Por eso ocurrió la masacre de Marina Kue. Porque esos poderes querían recuperar el Estado para sí, para seguir actuando en el sentido de la apropiación y de la impunidad.

De esto deriva la sentencia: ocupar y reocupar las tierras para el campesinado es habitar de manera persistente un territorio indeclinable: El de la dignidad.

 

Unite a la campaña “Somos Observadores de Curuguaty”: http://www.somosobservadores.org/

Imagen de la campaña "Somos Observadores de Curuguaty"

Imagen de la campaña “Somos Observadores de Curuguaty”


  • 06 May 2015

Foto: http://www.pj.gov.py

Foto: http://www.pj.gov.py

“Si fuera necesario para proteger de un peligro serio la vida”. Así dice el Código Penal cuando se refiere al único supuesto despenalizado de interrupción del embarazo en Paraguay. ¿Qué significa esto? ¿Que la mujer debe estar ya en proceso de riesgo inminente, de casi empezar a morirse, antes de que se ponga a su disposición la posibilidad de un aborto? Considero que no, que la ley habilita a impedir que la mujer llegue a verse en ese serio peligro: que su vida sea protegida de ese riesgo. Cada quien debería poder asumir hasta qué punto desea acercarse al peligro de perder la vida. La ciencia médica tiene la obligación de proporcionar información sólida que permita valorar el riesgo e impedirlo. El Estado paraguayo debe obrar para que ninguna mujer (y menos aún una niña) se vea obligada a arriesgar su vida por proseguir con un embarazo.


  • 10 Dic 2014

Parece que el Paraguay está profundamente dividido entre quienes gustan y quienes no gustan o rechazan esto de los derechos humanos. La conmoción ante crímenes horrendos y la percepción de amenaza generada por el miedo, profundizan esta segregación, que además se traduce en oleadas de injurias hacia quienes se manifiestan a favor de los derechos humanos, y más aún si actúan en defensa de ellos.

La negación de los derechos humanos, o la pretensión de adjudicarlos sólo a determinadas personas o colectivos –lo que equivale a su negación– es altamente indeseable y peligrosa: es la antesala de la permisividad ante su violación y constituye el elemento ideológico fundante de la impunidad de quienes son responsables del irrespeto de estos derechos. Por ello, este escrito pretende sistematizar algunas ideas básicas sobre los derechos humanos, con la esperanza de que cada persona de este país y de cualquier lugar del mundo busque comprender lo que son y se sienta titular de estos derechos, como parte irreductible de lo que entendemos como humanidad.

1. Los derechos humanos son atribuciones (libertades, potestades, capacidades) que corresponden a todos los seres humanos sin excepción, por el sólo hecho de serlo. No son personas u organizaciones concretas; ergo, no debemos usar la frase “derechos humanos” como si fuera equivalente a alguna organización o algunas personas (ejemplos: “¿Dónde están los derechos humanos que no vienen?”, “Ya otra vez los derechos humanos defendiendo a los delincuentes”), puesto que es una deformación conceptual que impide visualizar lo esencial de la idea: se trata de derechos que corresponden a todas y cada una de las personas, sin excepción: jueces y ladrones, delincuentes y personas honradas, autoridades y funcionarios/as o ciudadanas y ciudadanos sin cargas públicas, campesinos y terratenientes, gente urbana, gente rural, y todas las categorías que se quieran aplicar. Los derechos humanos corresponden a todas las personas y son irrenunciables, además de universales, indivisibles e interdependientes.

 

2. Las organizaciones y personas que defienden derechos humanos no “son derechos humanos” sino que son “organizaciones/personas defensoras de derechos humanos”. Todos/todas tenemos derechos humanos. Hay organizaciones y personas que los defienden, o intentan hacerlo, y que se encuentran identificadas con esa labor. No obstante, la defensa de derechos humanos es una responsabilidad de todas y cada una de las personas, pues si dejáramos ese campo sólo a cierta gente, estaríamos restándole efectividad a la idea.

 

3. Si los derechos humanos nos corresponden a todos los seres humanos, su vigencia es dependiente de un complejo juego de reconocimiento normativo y aplicación institucional, es decir de acuerdos, leyes y responsabilidades que corresponden al ámbito del derecho, tanto nacional como internacional. Los estados nacionales, como entidades centrales para la organización de la convivencia humana, son así los llamados a traducir los derechos humanos en sus leyes y en sus actuaciones, y sobre esto deben dar cuenta a una comunidad internacional que ha construido sistemas para instituir instrumentos y mecanismos con el objetivo de garantizar, defender y promover la vigencia los derechos humanos.

 

4. Así, los estados son responsables (por vía de sus leyes y compromisos internacionales) de que los derechos humanos tengan vigencia. Esto significa que estos aparatos institucionales, bajo cuyas reglas y modos de funcionamiento convivimos, deben respetar irrestrictamente los derechos humanos, deben proteger el goce de los mismos, deben garantizarlos para todo ser humano bajo su jurisdicción, deben impedir que sucedan violaciones a estos derechos y deben promover su vigencia efectiva.

 

5. Por lo tanto, lo que comúnmente llamamos violaciones a los derechos humanos son aquellas faltas a las obligaciones antes señaladas, cometidas por los estados. Y se producen de diversas maneras: por falta de suficiente reconocimiento en las leyes, por ausencia de políticas aptas para hacer efectivas las leyes, por políticas contraproducentes para los derechos, por violaciones de las leyes por parte del mismo Estado a través de sus agentes (personas con responsabilidades o cargas públicas), o por permisividad o insuficiente protección y defensa de ciudadanas/os o colectivos ante la violación de derechos causadas por particulares (no agentes estatales).

 

6. Entonces, las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos enfocan su acción ante el Estado, para controlar, exigir y promover que cumpla sus responsabilidades relacionadas con los derechos humanos. Por ello, están preocupadas y ocupadas ante las leyes, políticas y actuaciones estatales, en tanto éstas pueden implicar una merma para la vigencia de los derechos humanos y para su disfrute efectivo por parte de cualquier persona.

 

7. El Estado debe actuar para impedir que personas particulares u organizaciones privadas cometan actos que atentan en contra de algún derecho humano (por ejemplo, asesinatos, secuestros, trata de personas, entre muchos otros). Además, debe prevenir que sucedan y, cuando suceden, debe castigar estas acciones y velar por la reparación del daño. No son las organizaciones o personas defensoras de los derechos humanos las que deben actuar ante este tipo de sucesos, sino el Estado. Si el Estado no actúa, o actúa mal, se pasa al campo de interés de la defensa de los derechos humanos desde la sociedad civil.

 

8. Por eso, es equivocado saltar ante crímenes que sacuden a la sociedad para preguntarse: “¿Dónde están los derechos humanos, que no dicen nada?”, pues las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos están pendientes no de los hechos punibles cometidos por particulares, sino de lo que el Estado hace, de cómo lo hace y de lo que no hace el respecto. Además, están preocupadas de que no sea el mismo Estado, a través de sus agentes y de sus normas, el que viola los derechos humanos.

 

9. Por todo esto, veremos a las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos preocuparse y movilizarse ante las leyes y acciones que impliquen un abuso de poder estatal, o una actuación inadecuada o insuficiente del Estado. Y cuando hay una falta o una irregularidad en este sentido, es imprescindible una ciudadanía atenta que pida la intervención de quienes defienden los derechos humanos.

 

10. Y también debido a todo esto, debemos preocuparnos como sociedad de que existan organizaciones y personas defensoras de derechos humanos, capaces de interactuar y de exigir al Estado, y de que puedan hacer su trabajo con plenas garantías: sin amedrentamientos, persecuciones o impedimentos. Cuando las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos son amenazadas por el Estado, posiblemente estemos ante serias posibilidades de merma en cuanto a los derechos de toda la ciudadanía.

 

Mientras no entendamos qué implican los derechos humanos y su marco institucional de respeto, protección, garantía y promoción, vamos a tener una sociedad profundamente dividida, incapaz de proteger sus derechos y de exigir su cumplimiento.

ddhh

 


Clyde Soto es feminista y activista de derechos humanos. Investigadora del Centro de Documentación y Estudios (CDE), representante institucional ante la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy).

*Artículo escrito por Clyde Soto en agosto de 2013, recuperado para el 10 de diciembre de 2014 por su vigencia.

 


  • 12 Nov 2014

Hay gente que defiende sus privilegios. Por ejemplo, el privilegio de ser considerada “decente” por responder a determinado estilo de vida, o por tener (creer tener) lo que se considera como una “familia modelo”, o por responder a los estándares más valorizados socialmente, por motivos varios: ideología, religión, identidad de género, aspecto físico, idioma, sexo, etnia, origen socioeconómico, estado de salud, orientación sexual, raza, pertenencia política, entre muchos otros factores que enriquecen y dan diversidad a las sociedades humanas.

Para sostener esto, se precisa ubicar a quienes no responden al estatus valorizado en los sitios de la anormalidad, de la perversidad, de lo indeseable: al sitio de quienes no merecen igualdad de derechos. Discriminar es quitar derechos. Discriminar es ratificar privilegios. La discriminación es lo contrario de la igualdad.

Todas las personas somos iguales en dignidad y en derechos. Por eso es necesario prohibir toda forma de discriminación. Y por eso en Paraguay necesitamos una Ley contra Toda Forma de Discriminación.

DISCRIMINACIONES


  • 28 Sep 2009

Hasta donde mi memoria alcanza, tenemos en Paraguay ya casi 20 años de debatir sobre diversas propuestas normativas que de alguna manera se vinculan o son vinculadas con la despenalización del aborto, tomando como punto de partida aquellos ya lejanos debates de la Asamblea Nacional Constituyente de 1992 (1). Si se miran los resultados más objetivos y palpables, parece que poco ha cambiado en el Paraguay con respecto a la situación en este tema.

Me refiero a los resultados más objetivos y palpables, porque no ha cambiado el hecho de que en Paraguay el aborto está penalizado con la única excepción del riesgo de vida para la mujer, y tampoco ha cambiado el poco honroso sitio que las estadísticas asignan al aborto como causa principal de la muerte de mujeres por situaciones relacionadas con el embarazo, el parto o el puerperio (2). Y digo hasta donde mi memoria alcanza porque no tenemos investigaciones que permitan aseverar taxativamente que antes de 1992 no haya habido otros debates sobre el tema en el país. No obstante, es poco probable que la cuestión se haya discutido alguna vez de manera pública y con relevancia durante los largos 35 años de la dictadura (1954-1989), y quizás tampoco antes, dado que los artículos penales que hasta julio de 2009 han regido sobre el aborto eran exactamente los mismos que estuvieron vigentes desde nada menos que 1910.

Un siglo entero de no moverse la legislación penal en torno al tema; sin embargo, algunas cuestiones han ido cambiando en todo este tiempo. En este artículo quisiera señalar cómo ese movimiento, quizás lento e imperceptible, ha logrado que hoy las cosas estén en un nuevo lugar, sin desconocer que pese a ello sigue prevaleciendo la hipocresía social que sostiene la penalización del aborto.

Disminución de penas para las mujeres… Pequeño cambio para seguir igual

Aunque persistentemente en el Congreso Nacional se ha intentado esquivar el compromiso de debatir seriamente sobre el aborto, y más bien se optó por quedar bien con los sectores que defienden su criminalización, dejando los artículos del Código de 1910 intactos por largo tiempo, finalmente se han aprobado cambios que en la práctica significan una minimización de las penas impuestas cuando se trata de las mujeres que abortan voluntariamente.

Entre los cambios aprobados en 2008 al Código Penal (vigentes desde julio de 2009) se establece en el artículo 109, inciso 3º, que cuando un aborto fuera realizado por la mujer embarazada, sea ella sola o facilitando la intervención de un tercero, la pena será privativa de libertad de hasta dos años. A continuación, el mismo inciso sugiere que en la medición de la pena se considere si el hecho fue motivado por no haber tenido la mujer el apoyo que la Constitución Nacional garantiza a niñas y niños. Es decir, no sólo se ha establecido una pena que podría permitir a las mujeres condenadas ser beneficiadas con la suspensión de la ejecución de condena, sino que además el Código introduce alguna benevolencia para con quienes por desamparo y falta de apoyo para hacerse cargo del niño o niña recurren a la práctica.

Sin ánimos de debatir los nuevos contenidos penales con respecto al aborto, sólo quiero señalar que aparentemente ha prevalecido una suerte de compasión para con las mujeres en los legisladores, que al menos puede librar a las mujeres que abortan voluntariamente de cumplir condenas carcelarias.

Más muertas que presas

No obstante este cambio penal de aparente carácter compasivo, es evidente la hipocresía social que ha persistido en el proceso de las modificaciones penales. Quienes legislan en Paraguay no han querido mandar presas a las mujeres que abortan, pero decidieron mantener una punición que perfectamente saben no evita los abortos, sino que los pasa a la clandestinidad, como siempre ha sido. Muchos de los abortos clandestinos se realizan en condiciones inseguras y de ahí la muerte de las mujeres que menos suerte tienen. Es decir, seguimos con una ley que más que castigar la conducta que la sociedad pretende reprochar, deriva en la muerte de las protagonistas.

Se trata de la única disposición penal que más mata que castiga, pues la cantidad de mujeres muertas por aborto (un promedio de 31 al año, considerando los últimos 10 años) supera con creces a la de mujeres que son procesadas por esta causa. Al visualizar esto es que a la vez podemos darnos cuenta del sinsentido de quienes dicen “defender la vida” por vía del endurecimiento de la legislación penal. La legislación punitiva del aborto nunca ha impedido que el aborto suceda, por lo que en todo caso es un mecanismo malo e inútil para la protección a la vida. Si de salvar fetos o vidas en proceso se trata, la única manera posible es haciendo que las mujeres se embaracen sólo cuando de verdad quieran, y esto está indisolublemente unido a la autonomía sexual y reproductiva.

Lo cierto es que en Paraguay sucede lo que en todo el mundo: las mujeres intentan ejercer el derecho a decidir acerca de su propia reproducción aun cuando en ese intento se les vaya la vida. Las menos afortunadas mueren, otras con poca suerte son procesadas y condenadas, mientras otras muchas pasan por la práctica clandestina con mayor o menor riesgo.

Un debate que se repite, nuevas posiciones

Los casi 20 años de debates sobre el aborto han tenido siempre como foco cambios normativos. La ya lejana discusión de la constituyente de 1992 sobre el artículo 4 “Del derecho a la vida”, fue seguida de la relacionada con el nuevo Código Penal, aprobado en 1997 y puesto en vigencia en 1998. El proyectista Wolfgan Schöne había formulado en su anteproyecto inicial una propuesta de indicaciones para la despenalización del aborto, que no fue considerada debido a la necesidad de negociar el avance en la reforma. Esto es señalado por el propio Schöne con estas palabras:

“… la oposición quizás más fuerte se dirige en contra cada intento de reformar los artículos referentes al aborto. Para no peligrar toda reforma del Código, la Comisión de Legislación propone mantener los artículos pertinentes del Código vigente y de postergar su necesaria renovación” (3).

Así fue que los artículos de 1910 siguieron intactos hasta el 2009, cuando entran en vigencia un conjunto de sustanciales modificaciones al Código Penal, luego de un proceso iniciado en el año 2004. A la comisión establecida para coordinar el proceso de reforma del sistema penal y penitenciario, organizaciones feministas acercaron sus propuestas (4), entre las que se contemplaba la despenalización del aborto estableciendo un plazo de 12 semanas de gestación y excepciones posteriores en caso de riesgo para la salud y la vida de la mujer y de malformaciones incompatibles con la vida extrauterina. Pero esta propuesta no fue considerada en el proyecto finalmente discutido y aprobado por el Congreso Nacional.

Otro hito del debate sobre aborto fue el proceso relacionado con el Código de la Niñez y la Adolescencia, cuando el punto era desde cuándo se definía la existencia de un niño o una niña: desde la concepción o desde el nacimiento. Nuevamente, para destrabar el debate parlamentario se esquivó el bulto, dejando al nuevo cuerpo legal sin definición de objeto y aprobándolo en el año 2000. Con el nuevo Código de la Niñez ya vigente, se debatió una ley donde se terminó por definir a las/los niñas/os desde la concepción hasta los 13 años y a las/los adolescentes desde los 14 hasta los 17, mientras que la mayoría de edad se alcanza a los 18 años (Ley Nº 2169/2003 Que establece la mayoría de edad).

De esto, pasamos a una etapa diferente, donde las posiciones opuestas al derecho de las mujeres a decidir sobre su reproducción se fueron endureciendo. Así, ya no sólo se desataron batallas por definir si se protege la vida humana desde la concepción sin excepciones. Fortalecidas las posiciones fundamentalistas, se dirigieron contra propuestas legislativas no relacionadas con el aborto, acusándolas de contener cuestiones referidas a esta práctica. Es lo que pasó con el debate sobre la propuesta de “Ley de protección a víctimas de hechos punibles contra la autonomía sexual y contra menores”, propuesta hecha por el senador Carlos Filizzola en el 2006, rechazada con argumentos falaces relacionados con que era un proyecto dirigido a legalizar el aborto. La propuesta no contenía ni siquiera la palabra aborto, pero los sectores fundamentalistas, encabezados por las iglesias católica y evangélica, hicieron una campaña mentirosa, con la que lograron el rechazo mayoritario en el legislativo. Impactante fue ver cómo quienes legislan hacían gala de ignorancia y desconocimiento hasta del texto de la propuesta, votando simplemente por la postura que menos problemas les causaría.

Lo mismo sucedió con otra propuesta del mismo senador Filizzola, el proyecto de “Ley de salud sexual, reproductiva y materno perinatal”. En el 2007, esta propuesta fue tratada en el Senado, que no la aprobó. La campaña fundamentalista en contra de este proyecto fue similar al caso anterior. Pese a que el texto no hablaba de esto, se hizo creer a la ciudadanía que con esta ley se aprobaría la despenalización del aborto y se abriría las puertas al matrimonio entre homosexuales. El proyecto de “Ley de salud sexual, reproductiva y materno perinatal” será de nuevo tratado en este año, y para octubre se ha convocado a una audiencia pública sobre el tema. Esta vez, el senador Filizzola incluyó un artículo que prohíbe al personal de establecimientos de salud denunciar a mujeres que acuden en busca de atención por las complicaciones del aborto. Ésta ha sido una sugerencia hecha por organizaciones feministas, que enriquece al proyecto, aunque seguramente despertará aún más la furia de los sectores que desean criminalizar y castigar a las mujeres que abortan.

Lo importante es que podemos visualizar un cambio orientado a la exacerbación de las posiciones que rechazan el aborto, en un camino cada vez más fundamentalista, que ve fantasmas donde no hay y pretende ya no sólo impedir una eventual despenalización, sino posiblemente endurecer toda la legislación y las políticas relacionadas con los derechos reproductivos, incluyendo lo vinculado al acceso a educación sexual y anticonceptivos, así como el reconocimiento del derecho a la diversidad sexual. Esto sólo ratifica lo que ya sabemos: aquí el interés es, más que impedir abortos, limitar la autonomía sexual y reproductiva de las personas, así como la capacidad de las mujeres de decidir libremente sobre sus cuerpos, sus embarazos y sus vidas.

Un movimiento que se consolida

Una de las cuestiones que sí se ha movido de manera evidente en todo este tiempo es la capacidad de las organizaciones de mujeres y feministas de posicionarse firmemente en torno a estos temas, de dar la batalla, pese a los pocos éxitos obtenidos. Esto es la condición necesaria no tan sólo para pensar en cambios, sino también para impedir retrocesos como los que han vivido algunos países latinoamericanos donde se han eliminado incluso excepciones previamente existentes a la penalización, como es el caso de Nicaragua con respecto al aborto terapéutico.

Importa rescatar que hoy, de manera muy diferente a hace veinte años, hay un movimiento que se manifiesta de diversas maneras y hace propuestas relacionadas con la despenalización del aborto, así como con respecto a otros temas referentes a la sexualidad y a la reproducción. No es algo fácil, pues se trata de abordar un asunto que ha sido siempre tabú en el Paraguay, pese a que todo el mundo asume que es una práctica de lo más común.

Desde el año 2002, cuando la Coordinación de Mujeres del Paraguay (CMP) se une a la Campaña por la Despenalización del Aborto en América Latina y el Caribe, hubo un proceso orientado a consolidar la visibilidad y la capacidad propositiva de las mujeres en torno a este tema. Actualmente la Campaña 28 de Septiembre es llevada adelante por un conjunto de redes y organizaciones (5) que cada año organizan actividades para posicionar la demanda de la despenalización del aborto, para sensibilizar a la ciudadanía y para ir construyendo de manera lenta pero sólida un nuevo consenso social en torno a la inutilidad de la legislación punitiva y a la necesidad de caminar hacia la despenalización, un camino que en Paraguay se vislumbra largo, pero no por eso menos necesario.

Algunas señales favorables

Posiblemente en Paraguay no podamos pensar muy pronto en tener algún éxito con la despenalización del aborto, dado que habiéndose tan recientemente modificado el Código Penal, será difícil entrar en un nuevo proceso de cambio legislativo. Es importante por ello actuar en el campo de las políticas publicas, buscando evitar que las mujeres se mueran, sean desatendidas por el sistema de salud o maltratadas en los servicios, tengan mayor acceso a información y asesoría, entre otras muchas posibilidades.

Por ello ha sido de la máxima relevancia el comentario hecho por la ministra de Salud, Esperanza Martínez, acerca de que establecería una resolución que ratifica como obligación para el funcionariado de salud la necesidad de respetar el secreto profesional en los casos de atención a mujeres con consecuencias del aborto. Se trata de una necesidad para humanizar la atención que se da a estos casos y, sobre todo, para alentar una consulta oportuna que podría impedir muertes debidas a esta causa. Muchas mujeres no acuden a los servicios hasta que ya es muy tarde, porque temen que el personal de salud las denuncie a la fiscalía o a la policía, lo que ha sucedido en varios casos.

Es increíble que una medida como ésta tenga oposición, pero es así. Ya ha habido voces contrarias que ven en ella nada más que un obstáculo para sus “ansias de penalización” y no una medida básica de carácter humanitario y un imperativo para reducir realmente el impacto del aborto en la mortalidad de mujeres. Se trata de uno de los objetivos que el Paraguay se ha comprometido con los llamados Objetivos del Milenio, a los que el Paraguay sencillamente es difícil que llegue si no se ocupa del impacto de la penalización del aborto en el derecho a la salud de las mujeres.

Esperemos que se concrete esta medida, que constituiría una muestra de la voluntad de ir realizando cambios reales en el sentido de más derechos y mejores condiciones de vida para las mujeres.

 

 


 

1) Fueron arduos los debates constituyentes acerca del artículo 4 de la Constitución, que finalmente estableció la defensa de la vida, en general, desde la concepción. La frase “en general” fue rechazada por los sectores autodenominados “provida”, pues suponían que abriría las puertas a la despenalización del aborto en determinados casos.
2) Aunque en las estadísticas oficiales el aborto ocupa actualmente el segundo lugar como causa de esta mortalidad, es asumido también que otras causas (como sepsis y hemorragias) podrían encubrir abortos, por lo que es razonable suponer que fácilmente esta sería la primera causa de la alta tasa de mortalidad materna en el Paraguay.
3) Wolfgang Schöne, La Ley 1160/97 – Código Penal de la República del Paraguay,
http://www.unifr.ch/ddp1/derechopenal/articulos/a_20080527_08.pdf. Consulta: 26 de septiembre de 2009.

4) La Coordinación de Mujeres del Paraguay (CMP) y el Comité de América Latina y El Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM Paraguay) fueron responsables de esta propuesta.
5) La Campaña 28 de Septiembre actualmente está integrada en Paraguay por unas 18 organizaciones y redes. Más información en www.c28.org.py.