• 19 Mar 2015

Clyde Soto y Rocco Carbone // En Paraguay hemos asistido en las últimas semanas a una sucesión de hechos de discriminación, acompañados incluso de violencia, que han ocupado la atención pública, algunos de ellos con gran repercusión mediática. El dueño de un conocido restaurante asunceno maltrata y expulsa a un trabajador que reclamaba derechos, burlándose de la “pretensión” de hacerlos valer. Apenas días después la dueña de un negocio insulta e intenta echar de la vereda –espacio público– a una joven estudiante, mientras un hombre la ataca violentamente. Algunas personas repudian el hecho utilizando expresiones xenófobas. Un diputado, enojado con los requerimientos de una periodista, la hostiga y pide se le impida trabajar en el recinto parlamentario. Un guardia del Palacio de Justicia empuja violentamente a otra periodista, embarazada. La Cámara de Diputados aprueba y queda sancionada una ley donde sigue la discriminación salarial a las trabajadoras domésticas, mientras parte de la opinión pública justifica la explotación del sector, con argumentos poco menos que esclavistas. La imagen: un país endurecido de prepotencia, discriminación y violencia. El sentido general que surge de todo esto es que en Paraguay, al menos para un importante sector de la población, discriminar es un derecho.

Junto con estos hechos actuales, se debe recordar que el Senado de la República del Paraguay, poco antes de que finalizara 2014, votó en contra del proyecto de Ley contra Toda Forma de Discriminación, que podría haber reglamentado el artículo 46 de la Constitución nacional. El proyecto, generado a partir de una amplia consulta ciudadana por la Red contra Toda Forma de Discriminación, había sido presentado por los senadores Carlos Filizzola del Partido País Solidario (PPS) y Miguel Abdón Saguier del Partido Liberal Radical Auténtico (PRLA) en 2007, y pretendía arbitrar los mecanismos de protección de las personas frente a cualquier acto discriminatorio. El texto afirmaba que por discriminación había que entender a “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia que se establezca por motivos de raza, color, linaje, origen nacional, origen étnico, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, incluida la afiliación a un partido o movimiento político, origen social, posición económica, edad, sexo, orientación sexual, identidad de género, estado civil, nacimiento, filiación, estado de salud, discapacidad, aspecto físico o cualquier otra condición social, que tenga por propósito o resultado menoscabar, impedir o anular el reconocimiento, disfrute o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos, libertades y garantías reconocidos a todas las personas en la Constitución, en los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por la República del Paraguay o en la legislación nacional, así como en cualquier otra esfera de la vida pública”. El resultado del escrutinio fueron 21 votos en contra de la Ley y 17 a favor (se votó el 13/11/14). La propaganda contraria a esta iniciativa instaló la versión de que se trataba de una ley peligrosa por ser “la antesala para el matrimonio gay, la legalización del aborto y la marginación de las instituciones religiosas muy arraigadas en el país”, como dijo entonces el impávido el senador oficialista José Manuel Bóveda, del Partido Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (PUNACE).

Todo esto tuvo un antecedente en la Cámara Alta del Congreso, con motivo de la Resolución “Derechos humanos, orientación sexual e identidad y expresión de género” que fue aprobada por la 44 Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), realizada en Asunción entre el 3 y el 5 de junio de 2014. El Senado paraguayo discutió previamente el tema y emitió una declaración donde instaba al Poder Ejecutivo a “asumir posturas que garanticen plenamente el derecho a la vida desde la concepción y la promoción de la familia en los términos establecidos por la Constitución Nacional”. El Paraguay, efectivamente, incluyó un pie de página aclaratorio con su postura sobre el texto de la Resolución de la OEA. Para la antología de la discriminación quedó la tónica del debate parlamentario, en especial lo expresado por dos oradores: Carlos Núñez (del Partido Colorado), quien sostuvo que “Dios no creó hombre con hombre para la procreación. Me van a disculpar pero cuando veo un hombre travesti vestido de mujer –que no sabemos dónde mete eso que sabemos– le grito lacre de la sociedad” [sic]. Y el impávido Bóveda: “Yo no discrimino porque respeto las decisiones particulares. Si decido besar a un varón soy responsable yo, pero no pido una ley que me respalde para besar al hombre ese con aliento a jaguareté. No queramos cambiar la naturaleza tan hermosa”.

¿Qué quiere decir todo esto? Que estamos frente un orden político y social propenso a la discriminación, que quiere decir separar o diferenciar una cosa de otra cosa y otorgar un trato de inferioridad a la “cosa” separada, que puede ser una persona o una colectividad, apartada por motivos raciales, religiosos, sexuales, de clase, ideológicos… Y para activar el dispositivo “discriminación” se puede recurrir a los instrumentos tradicionales del poder político –ejército, policía, leyes, poder judicial, burocracia (en el mejor de los casos)– o a prácticas de violencia físicas o verbales, como las que describíamos al principio de este artículo.

Lo que tienen en común los episodios señalados –a nivel social e institucional– es un tremendo déficit de ciudadanía, entendida como la inclusión en un colectivo, con todos los derechos previstos para quienes forman parte del mismo. En el punto básico de la humanidad, estos derechos son los llamados derechos humanos, que corresponden a cada ser humano por el hecho de serlo. En un país, en este caso el Paraguay, ser ciudadano implica conocer, apropiarse y ejercer los derechos previstos para quienes conviven en el territorio nacional, decidir y poder ser electo para ejercer cargos –con las delimitaciones establecidas por edad o según nacionalidad–, respetar y hacer valer estos derechos, y pasar de la visión limitada del interés particular (los que llamamos privilegios) a ser parte de la construcción de un proyecto común, colectivo, compartido. Son estas ideas las refutadas por actitudes individuales o corporativas que niegan derechos: el senador que desprecia y se refiere de manera humillante a las travestis, el empresario que se enriquece con los duros que escatima a los trabajadores, las personas que están dispuestas a solucionar sus propias vidas domésticas a costa de la explotación, quien se considera con derecho a insultar y golpear a una transeúnte, quien impide el trabajo periodístico.

Es ahí donde la búsqueda de justicia para cada uno de estos casos adquiere un sentido altamente ciudadano. Y es por eso que en medio de tanta barbarie, tenemos que atender y expandir el aire fresco que trae Panambí, organización de personas trans que acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para denunciar en audiencia pública los 54 asesinatos impunes de sus compañeras, ocurridos desde el inicio de la transición política paraguaya en 1989 hasta ahora. Por todo esto es que debemos apoyar al trabajador que no se contenta con menos de lo que le corresponde por derecho. Y a la joven estudiante que denuncia la agresión callejera y busca justicia. Y a las trabajadoras domésticas organizadas que no se conforman con la desigualdad y anuncian que continuarán con su lucha.

Además del aire fresco, para que haya viento sur y obliterar privilegios, y para que discriminar no sea un derecho de nadie –inflexiones que muestran un pueblo fragmentado, atomizado, desesperanzado– se necesita articular en Paraguay un proyecto democrático radical, con una izquierda –anticapitalista, socialista, feminista, altermundista, ecologista, marxista, popular– capaz de marcar el horizonte del futuro.

 

Foto: Campaña de Amnistía Internacional a favor de una ley antidiscriminación.

Foto: Campaña de Amnistía Internacional a favor de una ley antidiscriminación.

 


  • 12 Nov 2014

Hay gente que defiende sus privilegios. Por ejemplo, el privilegio de ser considerada “decente” por responder a determinado estilo de vida, o por tener (creer tener) lo que se considera como una “familia modelo”, o por responder a los estándares más valorizados socialmente, por motivos varios: ideología, religión, identidad de género, aspecto físico, idioma, sexo, etnia, origen socioeconómico, estado de salud, orientación sexual, raza, pertenencia política, entre muchos otros factores que enriquecen y dan diversidad a las sociedades humanas.

Para sostener esto, se precisa ubicar a quienes no responden al estatus valorizado en los sitios de la anormalidad, de la perversidad, de lo indeseable: al sitio de quienes no merecen igualdad de derechos. Discriminar es quitar derechos. Discriminar es ratificar privilegios. La discriminación es lo contrario de la igualdad.

Todas las personas somos iguales en dignidad y en derechos. Por eso es necesario prohibir toda forma de discriminación. Y por eso en Paraguay necesitamos una Ley contra Toda Forma de Discriminación.

DISCRIMINACIONES


  • 26 Oct 2013

Es muy habitual que la dominación se fundamente en una suerte de inferiorización de las personas y colectivos dominados. Se trata de un mecanismo básico de la discriminación. Así, podemos ver diferentes ejemplos paraguayos: hablar sólo guaraní o hablar castellano con marcado acento guaraní pasa a ser visto como ñe’ẽ tavy (habla de tontos) y no como una legítima y equivalente diferencia idiomática, ser campesina o campesino se considera casi un sinónimo de pobreza necesaria e irreparable, se usa a la negritud como seña para un designio irremediable de esclavitud (habrá oído decir eso de “trabajar como negro”) y al ser indígena se le adosan supuestas características de carácter ineludible (de ahí eso de “ser ava” –indio/india– como metáfora de la “argelería” o de la persona antipática o de trato difícil).

Justicia!!El mecanismo discriminador es efectivo en tanto oculta y silencia la dominación, naturalizando la disparidad de poder y de recursos que le sirve de sustento. El problema, entonces, ya no es la diglosia sino el hablar guaraní, al que se considera idioma inferior y sin recursos suficientes para expresarse en igualdad de condiciones en comparación con el español. La cuestión deja de ser la expulsión campesina que empobrece a miles, y se termina hasta criminalizando a quienes resisten el fenómeno. Se olvida a la esclavitud como origen de tanta desgracia humana y no se lucha en contra de ella, sino que se rechaza a la negritud y se aspira a una suerte de “blanqueamiento” diferenciador y liberador. Las personas indígenas son vistas como seres incivilizados y no como integrantes de los últimos reductos de resistencia ante el avance colonizador que, pese a los alardes de soberanía, sigue impregnando la historia política, social y cultural paraguaya. La gente mestiza se mira al espejo y no se ve indígena –aunque parezca indígena, así hable guaraní como lengua materna–, se ve como descendiente de españoles o de algún otro contingente bajado de los barcos.

Y con las mujeres… qué pasa con las mujeres. Una inmensa batería de dispositivos inferiorizadores se ciernen sobre el ser mujer en Paraguay, presionando con fuerza para que nadie se salga tan fácilmente de los casilleros de la discriminación. Ni hace falta esforzarse para recordar que aún algunos hombres siguen llamando che serviha (la que me sirve) a sus compañeras, o que al niño que llora se le dice “no seas kuña’i” (no seas mujercita). Podríamos seguir con los numerosos ñe’ẽnga o dichos que ilustran el caso. Pero me quiero referir a una cuestión en específico: al uso de la sexualidad femenina como elemento para la inferiorización de las mujeres.

El tema es así: en la interpretación patriarcal de la sexualidad humana, “meter” es sinónimo de poder y “que te metan” es sinónimo de inferioridad. De las características anatómicas y del uso que se haga de los dispositivos corporales sexuales y del placer sexual, deriva entonces una especie de predestinación insalvable hacia el lugar de quien es y será objeto de dominio, por supuesta naturaleza corporal (femenina) o por orientación u opción que admita alguna semejanza con lo inferiorizado: con las mujeres. Un hombre patriarcal no debe asemejarse a las mujeres: menos en lo sexual. Menos, porque en ese aspecto íntimo de la vida y de las sensaciones la gente frecuentemente pierde sus defensas y queda expuesta en los pliegues menos visibles desde la mascarada social. Edificios enteros de apariencias suelen derrumbarse tras las paredes de las alcobas y en los recovecos húmedos de la actividad sexual.

El heteropatriarcado cuida que al hombre “no se le meta” nada y que las mujeres puedan “ser metidas” bajo condiciones que expresen el poder del macho de la especie portador de estos mandatos culturales. Por eso, Cartes considera que “sacar la novia” es un acto que debería molestar al periodista que le cuestiona el nombramiento del nietito stronista ante Naciones Unidas, como embajador. Por eso dice que “se pegaría un tiro en las bolas” si su propio hijo resultara ser homosexual. Por eso se regodea ante la idea de una mujer linda que le pueda resultar fácil, para inmediatamente después exponer que en realidad no le gustan las mujeres fáciles. Posiblemente haya sido un rápido paso desde la imagen mental de “fácil para mí” a la de “tampoco fácil para todos”. Porque con todo esto explica su sistema de ideas heteropatriarcales y se posiciona como un exponente digno de sostener con poder simbólico el poder real presidencial que una sociedad machista y patriarcal le ha otorgado. Por eso habla con ese dejo canchero y sobrador –tan conocido para quienes somos de estos lares– cuando dice sus gauchadas de mal gusto.

En una sociedad con dominación patriarcal, machista y heterosexual, las mujeres no tienen vía de escape porque su corporalidad las condena a una sinonimia con la dominación, del lado de quienes la sufren. El cuerpo y la sexualidad están en la base del juego de poderes. Las mujeres, seres cautivos, destinadas por un cuerpo que habla por boca de los dominantes. Si los cuerpos femeninos hablaran por sí mismos, dirían otras cosas: hablarían del placer de obtener, de recibir y de apropiarse “dentro de” como algo positivo y poderoso, no como lo negativo en que insiste la mirada heteropatriarcal. Y por eso en este sistema la violación de las mujeres es un grito desesperado de poder, que destruye lo que se considera debería ser dominado.

Las lesbianas, que podrían de alguna manera escapar de la lógica implícita en la sexualidad hetero, son vistas como seres carentes de una experiencia que les haga aceptar el lugar que se les tenía reservado. Y los hombres homosexuales son despreciados por haberse pasado para el lado de las dominadas. Y si no se cabe en las categorías comprensibles, peor: el ímpetu clasificador y normalizador hará algo para impedir tamaña afrenta. La actividad sexual, entonces, se convierte en un campo de juego y de poderes donde se expresan las construcciones y mandatos culturales sobre lo que dice el cuerpo y lo que indica el deseo.

Es por todo esto que ante las palabras heteropatriarcales de Horacio Cartes: “Paraguay tiene que ser esa mujer linda, tiene que ser un país fácil”, ofreciendo al país para la venta o la apropiación, ofertándolo al mejor postor, es importante tanto como señalar su carácter ofensivo hacia las mujeres y hacia el país entero, desnudar las bases ideológicas sobre las que descansa el fraseo. Es ofensivo que Horacio crea que tiene derecho de uso y oferta de un país entero, con todas sus riquezas, y es ofensivo que –según su comparación– crea que también puede apropiarse de las mujeres y usarlas. Pero no se trata de que no nos traten como putas o de que no comparen al país con las putas, sino sobre todo que expone sin sombra de cuestionamiento al aparato de dominación que permite dividir a las mujeres en putas o santas, en fáciles o difíciles, en fáciles para unos y difíciles para otros, y a las personas en seres dominados según códigos sexo-corporales o en seres que dominan por simbolismo y uso de sus cuerpos sexuados.

Sin embargo, hasta en las críticas y en los chistes circulados en torno a los dichos presidenciales puede verse la repetición del patrón de dominación subyacente. A la gente le preocupa eso de que se les meta algo con facilidad, a los hombres porque les rompe el código dominante que se les ha reservado; a las mujeres, porque las ubica en un lugar ambivalente de ser objetos de deseo y estigmatización ante la mirada masculina y social, y porque si lo hacen desde la elección esto les da un poder inadmisible ante una sociedad que las aplastaría por apropiarse del placer y del deseo.

El problema no es ser fácil o ser difícil, sino la posición de dominio incuestionado que denota quien tiene la palabra para expresar y ubicar en estas categorías a cuerpos y países que considera pueden ser apropiados e intercambiados. Personas y países libres no son fáciles ni son difíciles: sería un imposible. Simplemente, tienen la autonomía para elegir sus destinos y ponerse en marcha.


  • 11 Mar 2010

El escrito de Lourdes Peralta en su blog de ABC me parece un compendio de las ya típicas expresiones discriminatorias:

– Para comenzar su título… el problema es la homosexualidad, no la discriminación y las personas que discriminan.

– Parece que se dispone a una reflexión profunda, pero sólo termina en una seguidilla de los lugares comunes de la discriminación.

– Sigue con la sospecha de que la eliminación de trabas a la oficialización de las parejas del mismo sexo anticiparía una especie de catástrofe mundial, “un extenso desierto”. Lo mismo se decía en tiempos en que a las mujeres se negaba el voto: “aquí comienza la debacle”. Y todavía hay quien sostiene que la famosa “crisis de la familia” se debe a que las mujeres tienen más derechos, y quieren más, y no a que muchos hombres aún desean como compañeras a personas sin derechos.

– Después adhiere soterradamente a la hipótesis conspiraticia, que coloca a la lucha por más derechos y contra la intolerancia y la discriminación en un plano comercial. Con eso, en vez de en todo caso señalar concretamente los hechos que critica, sólo intenta desprestigiar sin dar mayores argumentos. Es como cuando los sectores providas hablan de “una conspiración impulsada por las Naciones Unidas para instalar la cultura de la muerte”. Muy parecido. También cierra el artículo con esta idea, afirmando que hay aquí un “negocio” que promociona la libertad de elección sexual.

– Luego establece categorías de discriminaciones, para ella las existentes hacia personas homosexuales serían válidas, pero no otras como las que se dan hacia las personas negras. Es lo que se intenta hacer al decir que “todo bien con la ley contra toda forma de discriminación, pero si sacan a las personas homosexuales de la lista”.

– Expone posteriormente su convencimiento de que las personas y las manifestaciones heterosexuales deben gozar de derechos que no deberían extenderse a personas y manifestaciones homosexuales. Algo así como: “No son iguales, así que olviden eso de tener iguales derechos”. Ella está profundamente convencida de la superioridad heterosexual.

– Tira la piedra y esconde la mano. Trata de convencernos de que no quiere tampoco una cacería homosexual. ¿Será que le basta con el escarnio, la humillación y el encierro? Parece que sí, porque le parece genial el sufrimiento solitario y silencioso de su ejemplo. Es la conocida idea de “está bien, que existan, eso ya sabemos, pero de ahí a que quieran visibilidad y derechos…”.

– Trata de aparentar alguna idea profunda refiriéndose a lo político y lo genético, sólo para terminar negando el derecho de las personas a luchar políticamente por el respeto a la diversidad y la libertad sexual. Lo que dice es que no quiere que nadie venga a moverle el piso a una sociedad consevadora, sobre todo a quienes, como ella, están felices en su supuesta adecuación a los parámetros dominantes sobre estos asuntos.

– Cierra el debate sobre cuestiones que han sido de hecho debatidas en toda la historia de la humanidad. Sin embargo, ¿cómo entenderíamos nuestra historia social, política y cultural si no reconocemos en ella el debate sobre ideologías, moral y religiones? Con esto supone la inamovilidad de lo que de hecho siempre se ha movido.

– Después se ubica en el lado de un “todos” homogéneo y poderoso, como si no hubiera criterios e ideas diferentes como respuesta a la pregunta de Rosa Posa. “Todos sabemos la respuesta” niega la diversidad de enfoques y posturas. Quiere dar por cerrado un debate que apenas comienza.

– Encima intenta disfrazar su pensamiento discriminatorio diciendo que cree que el reconocimiento de la homosexualidad es algo sensato. Como si no hubiese dicho todo lo anterior.

– Y, como si fuera poco, se aferra a la naturaleza para justificarse. Con ello, obviamente, tira al plano de lo “antinatural” y “anormal” a las personas homosexuales.

Me espantan sus ideas, y me harta el tufillo cobarde con que se las expresa.

 

todos iguales

 


  • 19 Ago 2009

Una de las formas más efectivas de discriminar es quitándole el carácter normal a una persona, conducta, pensamiento o relación. Frecuentemente quienes utilizan este argumento no indican claramente sus parámetros sobre la normalidad.

Por ejemplo, lo normal puede tener que ver con la frecuencia, en cuyo caso lo que se encuentra en los rangos medios en términos de repetición podrá gozar de ese carácter. Otra posibilidad es que lo normal tenga que ver con lo deseable, con lo cual se establecen criterios de normalización, no porque haya hechos que se ajusten con alta frecuencia a los estándares establecidos, sino porque se desearía que todo ocurra de cierta manera. La norma, en este caso, marca un camino, un deber ser, una aspiración.

Una manera más de ver a lo normal es según la adecuación de los hechos, personas, conductas, etc., con lo aceptado y con lo prohibido (en estrecha vinculación con lo anterior, aunque aquí los criterios frecuentemente están difusos, o bien se enfatiza no tanto en lo deseable sino sobre todo en lo inaceptable). Así, se considerará normal lo que no cae en el fangoso terreno de las prohibiciones. Por qué una sociedad determina que ciertas conductas son o deberían ser “anormales” y, en consecuencia, prohibidas tiene que ver con un complejo mundo de costumbres, tradiciones, creencias, religiones, imaginarios, ideologías, experiencias y muchas veces con lo que se desea que ocurra (aun cuando no se lo explicite). Lo deseable aquí ya se ha traducido en ley, y se castiga lo que no condice con la norma.

Es bueno reflexionar sobre todo esto cuando de normalidad se trata. Un artículo escrito al respecto por un bloguista de Última Hora(1), cita un criterio de normalidad que dice: “La normalidad es aquello que cumple una función conforme al propio diseño o función del cuerpo humano” escrito por un supuesto científico, como aval para una pretendida prohibición del tratamiento de temas relacionados con la diversidad sexual en escuelas y colegios. El criterio tal habla de un cuerpo humano único y uniforme, lo que en realidad refiere a la norma como aquello que se desea que suceda, y según lo cual se dictarán aceptaciones y prohibiciones sociales. Indica el autor del artículo, Gustavo Olmedo, que todo lo que se salga de este camino de lo para él deseable y por tanto aceptable, y toda acción que trate normalmente a lo que según su criterio es anormal, debe ser evaluado como una expresión violenta, autoritaria y hasta dictatorial. Con esto intenta traducir su deseo en ley, y establecer interdicciones a lo que no cabe en su estrecho mundo de parámetros.

Sin embargo, el cuerpo humano es naturalmente diverso, y aquí es cuando la “normalidad” de Olmedo se topa con un muro. No sólo los cuerpos y sus sexualidades son diversos, sino que también son dinámicos… frecuentemente se mueven. La naturaleza (y no sólo la de los seres humanos, sino toda ella) es dinámica, no tiene un diseño estático. Si así no fuera la humanidad no existiría. El tema es que se da por cierta una falsa premisa para establecer la norma: el “diseño humano” es una abstracción contraria a la misma naturaleza de la vida humana, y no hay un estándar tan claro como para que alguien se atribuya el derecho de decir “ésta es la norma”. En todo caso, la norma humana es mucho más la diversidad que un prototipo único que pudiera determinar conductas precisas e invariables, o modelos únicos, incluso cuando del sexo biológico hablamos. Más aún si nos referimos a valores, tradiciones, culturas, instituciones y conductas.

No obstante todo esto, los intentos por establecer la norma y la prohibición cuando de cuerpos y sexualidades se trata, han sido siempre harto frecuentes, y los criterios han ido cambiando notoriamente a lo largo de los tiempos. Los argumentos referidos a una “normalidad” humana inmutable no pueden sostenerse con apenas someras revisiones de la historia cultural de la humanidad.

Lo que aquí importa, en todo caso, son las derivaciones de las afirmaciones falaces con respecto a lo que es normal o anormal, que son hechos de discriminación que ensombrecen y dificultan la convivencia humana. Podrán decirme que la discriminación, por frecuente, es normal… pero aclaro que para mí, desde la perspectiva de lo deseable, no me parece así, ni un poco. La convivencia humana basada en la valoración de la diversidad, en la libertad personal respetuosa de la correspondiente a las demás personas, en la convivencia de quienes siendo diferentes nos consideramos iguales, resultan estándares que en las sociedades humanas no hemos alcanzado plenamente, pero que al menos estamos construyendo poco a poco, y que podrían derivar en una mejor calidad de la vida colectiva. Para alcanzarlos debemos revisar nuestros criterios de normalidad, y empezaremos quizás a desnormalizar la discriminación.

 


Gustavo Olmedo, Homosexualidad y educación, publicado en Última Hora Digital, Martes 18 de agosto de 2009.