• 29 Dic 2014

por Rocco Carbone y Clyde Soto //

Pensar al Paraguay bajo los signos del autoritarismo –remozado, maquillado de manera artificiosa con la promesa desarrollista y acompañando un “proyecto revolucionario” de reestructuración capitalista– podría ser no solo paralizante sino hasta desmoralizador, sobre todo si se piensa que ya casi 26 años de vida pos-dictatorial representan algo así como un remolino del que pareciera no se puede salir, que termina llevando de nuevo a todo un pueblo al mismo pozo de donde ha estado intentando escapar, sin mucha fortuna, que atrapa los intentos de construcción democrática y los devuelve a esa matriz tan profunda; casi estaríamos tentados de decir tan paraguaya. Pero es precisamente por eso que hay que pensar al Paraguay autoritario, porque es necesario desandarlo, exponerlo y desatar los nudos que lo sostienen y le dan vida. Porque de esa manera es posible pensar también al Paraguay democrático.

 

Categoría de “autoritarismo”. Para ver de qué se trata, siguiendo la conceptualización de Stoppino en la voz “autoritarismo” del Diccionario de Política de Bobbio y otros (1991: 125-136), en un sentido generalísimo, cabe recordar que se refiere a la estructura de las relaciones de poder y que hablamos de regímenes autoritarios para designar a todas las clases de regímenes no-democráticos. Se caracterizan por la falta de elecciones populares y por la ausencia del Parlamento o por su presencia ceremonial sometida al predominio del Ejecutivo, así como por la inexistencia o inoperancia de un sistema de justicia sujeto a los intereses del poder político e incapaz de impedir o limitar los abusos estatales con relación a los derechos humanos. El adjetivo se usa en por lo menos tres contextos específicos: la estructura de los sistemas políticos, las disposiciones psicológicas respecto al poder y las ideologías políticas. Son autoritarios esos sistemas políticos que privilegian el momento del mando por sobre el momento del consenso. Concentran el poder político sobre una sola subjetividad, un solo partido o un solo órgano, en detrimento de subsistemas políticos como los partidos, los sindicatos, los movimientos sociales y los grupos de presión en general (que son propios de la democracia). La oposición trata de ser reducida, cuando no borrada. En los regímenes autoritarios las instituciones tienden a ser vaciadas de sentido para transmitir la autoridad política de arriba hacia abajo.

 

En cuanto al rasgo psicológico, podemos hablar de una doble direccionalidad que presenta el autoritarismo: hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba: se verifica la disposición a la obediencia hacia superiores o hacia todos los que concentran poder. Hacia abajo: se verifica la disposición a tratar con arrogancia y con desprecio a los subordinados y en general a todos los que no tienen poder), atacando a las personas consideradas débiles y socialmente reconocidas como víctimas (en Paraguay, por ejemplo: indígenas, campesinos, comunidad LGTBIQ). La personalidad autoritaria muestra una sumisión exacerbada hacia arriba, se apega a la fuerza y la potencia del poder e imprime agresión hacia abajo, es decir, ataca a todo lo que supone inferior o muestra signos de debilidad.

 

En cuanto a lo ideológico: todas las ideologías autoritarias niegan en mayor o menor medida la igualdad entre los sujetos y enfatizan la inflexión jerárquica; también tienden a exaltar como virtud ciertos aspectos de la personalidad autoritaria. De esto desciende que las ideologías autoritarias son aquellas en que el énfasis de la autoridad y de la estructura jerárquica de la sociedad tiene una función conservadora. En general, el orden jerárquico tiende a preservar el pasado, la tradición, “lo que somos”. En este sentido, las ideologías autoritarias hacen primar el orden por sobre la transformación integral de la sociedad.

 

En cuanto a los regímenes políticos, el autoritarismo se refiere a sistemas no-democráticos caracterizados por un grado muy bajo de movilización social, o por la represión directa a toda contestación al poder. El pensamiento autoritario no se limita a articular una organización jerárquica de la sociedad (política), sino que hace de esta organización el principio político exclusivo para lograr lo que considera el bien supremo, que es el orden. Y el temor del pensamiento autoritario es que sin un orden jerárquico la sociedad sería arrojada al caos, a la disgregación. Entonces, lo que caracteriza a la ideología autoritaria es que el orden ocupa todo el espectro de valores políticos y el ordenamiento jerárquico, que desciende de ahí, agota toda la técnica de la organización política. Podríamos decir que el autoritarismo es ideología del orden. Y que en Paraguay el estribillo “Nuevo Rumbo” quiere decir esto: una nueva forma del orden (acompañado de un proyecto de reestructuración capitalista) sin el cual el país estaría condenado al caos. Ese contenedor –“Nuevo Rumbo Autoritario”– es el que aún tiene que ser descubierto en sus sentidos profundos por la sociedad, por lo menos por esa parte de esa sociedad progresista que intenta construir democracia pese al remolino autoritario.

 

“Nuevo Rumbo”: ideología del orden. Es la voz del retorno a ese orden que se consideró “perdido” cuando apenas despuntaba la primera experiencia de alternancia política que de alguna manera podría haber conmovido las bases del autoritarismo que se hizo dominante en la historia paraguaya. Pruebas, por ejemplo: la masacre de Marina Kue y su desarrollo en lo que es hasta ahora el caso más vergonzoso de manipulación del sistema de (in)justicia, que mantiene ilegalmente preso a Rubén Villalba y en arresto domiciliario a un conjunto de campesinas y campesinos que siguen esperando el juicio oral (pasado a junio de 2015), sometidos a la arbitrariedad de un proceso penal programado para dar el punto final necesario a la masacre que derivó en el golpe parlamentario de 2012. Por si no bastara, ahora la defensa del caso Curuguaty está siendo atacada por un sumario, acusada de dilatar el juicio, porque con eso desafía el libreto prefabricado por quienes digitan desde las sombras el orden autoritario. El sistema de (in)justicia paraguayo con sus operatorias “transformó mágicamente” a tres letrados en campesinos. Y en esa operatoria perversa, sin embargo, se cifra un enigmático reconocimiento jurídico. A mayor heterodoxia, mayor riesgo de sanción.

 

Y podríamos seguir con el secuestro y procesamiento absurdo de un estudiante chileno, que por gracia de las presiones internacionales se libró de la persecución penal irracional del Paraguay. O con el caso del periodista Paulo López, procesado en este momento bajo la acusación de haber opuesto resistencia ante los policías que lo torturaron tras una detención ilegal.

 

El rasgo común del autoritarismo es el principio de autoridad, que articula la relación de poder y por ende la relación entre el mando y la obediencia condicionada hacia un jefe o una élite dominante. Obediencia que juega en contra de toda construcción posible de consenso por parte de los subalternos, que oprime su libertad y que niega todo valor democrático. Todos estos matices se pueden verificar en el orden político digitado por el Partido Colorado (aunque de manera no exclusiva). Y en el ámbito mundial hay ejemplos más que significativos: la Iglesia Católica –no entendida en su mensaje cristiano– es una institución defensora del orden y de la jerarquía; en la primera parte del siglo XX europeo tuvimos el ejemplo del fascismo y del nazismo, que digitaron experiencias de “Estados autoritarios” (si bien aquí “autoritarismo” es más próximo a “totalitarismo”, sobre todo en el caso alemán); luego de 1492 todas las experiencias coloniales en América Latina también tuvieron profundas marcas autoritarias, tal como las tuvieron todas las oligarquías modernizantes o tradicionales de los países “en vía de desarrollo”.

 

En mayor o menor medida, todo orden sociopolítico autoritario presenta una baja sensibilidad hacia las libertades civiles (libertad de expresión, derecho a la privacidad, derecho a que la vivienda no sea allanada sin una razón, derecho a ser juzgado de manera justa, derecho al matrimonio y hoy derecho al matrimonio igualitario, derecho al voto, etc.). Muestra también una baja inclinación a sostener un sistema pluripartidario (en Paraguay el Partido Colorado, con una dictadura de 35 años metida adentro, gobernó a lo largo de seis décadas antes de 2008 y luego de 2013 volvió a su ejercicio hegemónico). Manifiesta además un alto grado de intolerancia en términos generales y de manera específica y exacerbada hacia “desviaciones” de “códigos morales convencionales”, cierta inclinación hacia campañas en contra de extranjeros o minorías étnicas o religiosas y la tendencia a apoyar partidos extremistas. En definitiva, estamos hablando de un orden propenso a la discriminación, que quiere decir separar o diferenciar una cosa de otra cosa y a otorgar un trato de inferioridad a la “cosa” separada, que puede ser una persona o una colectividad; apartada por motivos raciales, étnicos, religiosos, sexuales, de clase, ideológicos, identitarios, entre otros. Y para activar el dispositivo “discriminación” los gobiernos autoritarios suelen recurrir a los instrumentos tradicionales del poder político: ejército, policía, poder judicial, burocracia (en el mejor de los casos).

 

Es bajo la lupa del examen sobre el autoritarismo que pueden ser entendidas las anécdotas de la vida política paraguaya. Pues así sabemos que el Legislativo aún se opone a la ley contra toda forma de discriminación porque en su marco autoritario (dominante entre quienes ocupan bancas) no cabe que la gente deba gozar de derechos sin que haya una sola causa aceptable para la discriminación, como de hecho lo indica la propia Constitución paraguaya aprobada en 1992. Y entendemos por qué la Fiscalía y el Poder Judicial son usados como herramientas para apartar a quienes molestan para los fines de poderosos, o cómo es que la Policía Nacional –fuerza pública con funciones de resguardo del orden interno– termina protegiendo que se fumiguen sojales en vez de proteger a los seres humanos amenazados por pesticidas, o por qué Horacio Cartes inició su gobierno dándose (gracias a un Poder Legislativo sumiso) la potestad de usar a las Fuerzas Armadas en operaciones de orden interno y cómo es que soportamos que las Fuerzas de Tareas Conjuntas violen sistemáticamente los derechos de tanta gente campesina del norte. Podemos además captar por qué desde el “Nuevo Rumbo” hablan de renovación judicial, siendo que ya sabemos que solo desean cambiar de manos al dominio sobre la famosa rosca judicial. Los ejemplos –las pruebas– sobran: son ampliamente conocidos en el Paraguay, e incluso algo más allá de las fronteras.

 

Lo que todo esto muestra es en todo caso la necesidad imperiosa de nominar a quienes portan los signos del autoritarismo e inmovilizan al Paraguay bajo el remolino de permanencia y retorno en acción conjunta con un proyecto de reestructuración capitalista del país. Y de examinar y señalar, además, a todo lo que facilita y alimenta al juego autoritario. Porque no hay más camino que desandar y denunciar a esta continuidad nefasta para construir otra realidad, más sólidamente democrática.

 


Referencia. Mario Stoppino, “Autoritarismo”, en Norberto Bobbio y otros, Diccionario de política, México, Siglo XXI, 1991, 125-136.

*Aclaración de los autores: En la versión de este artículo difundida a finales de diciembre de 2014, no figuraban la referencia bibliográfica ni la indicación acerca de la conceptualización sobre autoritarismo glosada en el texto (23 de enero de 2015).

 

 

manifestación 15 agosto 2014

Foto: Manifestación del 15 agosto de 2014, Clyde Soto.


  • 10 Dic 2014

Parece que el Paraguay está profundamente dividido entre quienes gustan y quienes no gustan o rechazan esto de los derechos humanos. La conmoción ante crímenes horrendos y la percepción de amenaza generada por el miedo, profundizan esta segregación, que además se traduce en oleadas de injurias hacia quienes se manifiestan a favor de los derechos humanos, y más aún si actúan en defensa de ellos.

La negación de los derechos humanos, o la pretensión de adjudicarlos sólo a determinadas personas o colectivos –lo que equivale a su negación– es altamente indeseable y peligrosa: es la antesala de la permisividad ante su violación y constituye el elemento ideológico fundante de la impunidad de quienes son responsables del irrespeto de estos derechos. Por ello, este escrito pretende sistematizar algunas ideas básicas sobre los derechos humanos, con la esperanza de que cada persona de este país y de cualquier lugar del mundo busque comprender lo que son y se sienta titular de estos derechos, como parte irreductible de lo que entendemos como humanidad.

1. Los derechos humanos son atribuciones (libertades, potestades, capacidades) que corresponden a todos los seres humanos sin excepción, por el sólo hecho de serlo. No son personas u organizaciones concretas; ergo, no debemos usar la frase “derechos humanos” como si fuera equivalente a alguna organización o algunas personas (ejemplos: “¿Dónde están los derechos humanos que no vienen?”, “Ya otra vez los derechos humanos defendiendo a los delincuentes”), puesto que es una deformación conceptual que impide visualizar lo esencial de la idea: se trata de derechos que corresponden a todas y cada una de las personas, sin excepción: jueces y ladrones, delincuentes y personas honradas, autoridades y funcionarios/as o ciudadanas y ciudadanos sin cargas públicas, campesinos y terratenientes, gente urbana, gente rural, y todas las categorías que se quieran aplicar. Los derechos humanos corresponden a todas las personas y son irrenunciables, además de universales, indivisibles e interdependientes.

 

2. Las organizaciones y personas que defienden derechos humanos no “son derechos humanos” sino que son “organizaciones/personas defensoras de derechos humanos”. Todos/todas tenemos derechos humanos. Hay organizaciones y personas que los defienden, o intentan hacerlo, y que se encuentran identificadas con esa labor. No obstante, la defensa de derechos humanos es una responsabilidad de todas y cada una de las personas, pues si dejáramos ese campo sólo a cierta gente, estaríamos restándole efectividad a la idea.

 

3. Si los derechos humanos nos corresponden a todos los seres humanos, su vigencia es dependiente de un complejo juego de reconocimiento normativo y aplicación institucional, es decir de acuerdos, leyes y responsabilidades que corresponden al ámbito del derecho, tanto nacional como internacional. Los estados nacionales, como entidades centrales para la organización de la convivencia humana, son así los llamados a traducir los derechos humanos en sus leyes y en sus actuaciones, y sobre esto deben dar cuenta a una comunidad internacional que ha construido sistemas para instituir instrumentos y mecanismos con el objetivo de garantizar, defender y promover la vigencia los derechos humanos.

 

4. Así, los estados son responsables (por vía de sus leyes y compromisos internacionales) de que los derechos humanos tengan vigencia. Esto significa que estos aparatos institucionales, bajo cuyas reglas y modos de funcionamiento convivimos, deben respetar irrestrictamente los derechos humanos, deben proteger el goce de los mismos, deben garantizarlos para todo ser humano bajo su jurisdicción, deben impedir que sucedan violaciones a estos derechos y deben promover su vigencia efectiva.

 

5. Por lo tanto, lo que comúnmente llamamos violaciones a los derechos humanos son aquellas faltas a las obligaciones antes señaladas, cometidas por los estados. Y se producen de diversas maneras: por falta de suficiente reconocimiento en las leyes, por ausencia de políticas aptas para hacer efectivas las leyes, por políticas contraproducentes para los derechos, por violaciones de las leyes por parte del mismo Estado a través de sus agentes (personas con responsabilidades o cargas públicas), o por permisividad o insuficiente protección y defensa de ciudadanas/os o colectivos ante la violación de derechos causadas por particulares (no agentes estatales).

 

6. Entonces, las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos enfocan su acción ante el Estado, para controlar, exigir y promover que cumpla sus responsabilidades relacionadas con los derechos humanos. Por ello, están preocupadas y ocupadas ante las leyes, políticas y actuaciones estatales, en tanto éstas pueden implicar una merma para la vigencia de los derechos humanos y para su disfrute efectivo por parte de cualquier persona.

 

7. El Estado debe actuar para impedir que personas particulares u organizaciones privadas cometan actos que atentan en contra de algún derecho humano (por ejemplo, asesinatos, secuestros, trata de personas, entre muchos otros). Además, debe prevenir que sucedan y, cuando suceden, debe castigar estas acciones y velar por la reparación del daño. No son las organizaciones o personas defensoras de los derechos humanos las que deben actuar ante este tipo de sucesos, sino el Estado. Si el Estado no actúa, o actúa mal, se pasa al campo de interés de la defensa de los derechos humanos desde la sociedad civil.

 

8. Por eso, es equivocado saltar ante crímenes que sacuden a la sociedad para preguntarse: “¿Dónde están los derechos humanos, que no dicen nada?”, pues las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos están pendientes no de los hechos punibles cometidos por particulares, sino de lo que el Estado hace, de cómo lo hace y de lo que no hace el respecto. Además, están preocupadas de que no sea el mismo Estado, a través de sus agentes y de sus normas, el que viola los derechos humanos.

 

9. Por todo esto, veremos a las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos preocuparse y movilizarse ante las leyes y acciones que impliquen un abuso de poder estatal, o una actuación inadecuada o insuficiente del Estado. Y cuando hay una falta o una irregularidad en este sentido, es imprescindible una ciudadanía atenta que pida la intervención de quienes defienden los derechos humanos.

 

10. Y también debido a todo esto, debemos preocuparnos como sociedad de que existan organizaciones y personas defensoras de derechos humanos, capaces de interactuar y de exigir al Estado, y de que puedan hacer su trabajo con plenas garantías: sin amedrentamientos, persecuciones o impedimentos. Cuando las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos son amenazadas por el Estado, posiblemente estemos ante serias posibilidades de merma en cuanto a los derechos de toda la ciudadanía.

 

Mientras no entendamos qué implican los derechos humanos y su marco institucional de respeto, protección, garantía y promoción, vamos a tener una sociedad profundamente dividida, incapaz de proteger sus derechos y de exigir su cumplimiento.

ddhh

 


Clyde Soto es feminista y activista de derechos humanos. Investigadora del Centro de Documentación y Estudios (CDE), representante institucional ante la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy).

*Artículo escrito por Clyde Soto en agosto de 2013, recuperado para el 10 de diciembre de 2014 por su vigencia.