• 01 Jul 2015

por Clyde Soto – Rocco Carbone
Militantes. Resistentes.

Curuguaty, en Paraguay, es la tierra del curuguá –una fruta de sabor penetrante–, pero en la historia política reciente de América Latina es el territorio donde en 2012 ocurrió una masacre de campesinos y policías, que dio pie al golpe de Estado a un gobierno progresista que había roto una larga hegemonía autoritaria. Desde entonces, hay 13 personas, todas campesinas, imputadas de manera harto arbitraria, a la espera de un juicio que reúne todas las condiciones básicas de la injusticia, que desde hace tres años guardan arresto: este es el escenario y el primer pantallazo.

El sábado 27 de junio pasado, justo un mes antes de que se inicie el juicio al caso Curuguaty –suspendido por tercera vez, por obra de un sistema que sabe administrar injusticia– un grupo de campesinas y campesinos de la zona ingresó nuevamente a Marina Kue, al lugar donde sucedió la masacre del 15 de junio de 2012. Reocuparon las tierras. Esas tierras cuya disputa está en el origen de la masacre y en el foco de la crisis que desembocó en el golpe parlamentario.

Élida Benítez de Castro es la vocera de la reocupación. Es madre de Adolfo (muerto en la masacre) y de Néstor y Adalberto, ambos privados de libertad desde hace tres años y dos de quienes enfrentarán juicio oral y público desde el 27 de julio, bajo la acusación de haber tenido responsabilidad en la muerte de los policías. “Entramos para exigir las tierras por las que tanto han luchado nuestros hijos hasta costarles la vida; por eso estamos aquí y permaneceremos hasta que nos hagan caso”, dijo Élida a la prensa el día de la ocupación. Su esposo, Adolfo Castro –una figura indeclinable de esta lucha: enjuto, empedernido, de ademanes adustos, duro– , tiene una prohibición judicial de cruzar la ruta y acercarse siquiera a Marina Kue desde que en 2014, junto con otros campesinos, realizó una ocupación simbólica de una parcela de esas tierras. Entonces, plantaron maíz, porotos, frutas: elementos de lucha peligrosos. Estas dos personas son todo un símbolo de lo que significa ocupar, reocupar y preocuparse por las tierras de Marina Kue. Símbolos de quiénes las ocupan, por qué las ocupan y por eso mismo por qué se les persigue, procesa y mata por ocupar.

Paraguay es un país expropiado de sí mismo: un Estado-nación surgido –hace poco más de 200 años– de un proyecto colonial de largo alcance, donde los pueblos indígenas y el campesinado representan el último orejón de un sistema de vida que ha sido progresivamente destruido: por el exterminio, por la absorción cultural, por la expulsión y desplazamiento, por las tierras malhabidas, por la soja, por los brasiguayos. El campesinado pobre del Paraguay –el que aun resiste– habita tierras donde, en general, no se cuenta con las legalidades formales exigidas por el Estado: sin títulos, sucesivamente pertenecientes al Estado, a empresas extranjeras, a corruptos que se las apropiaron durante la dictadura de Stroessner, a la milicia, a una reforma agraria farsada por poderosos, como es el caso de Marina Kue. El campesinado es un colectivo resistente: heredero de un modo de vivir y producir disfuncional con respecto al capitalismo depredador, que en varias latitudes de América Latina se verifica bajo forma de soja. Colectivo portador, además, de una resistencia (que es victoria) cultural y simbólica: hablan guaraní, la lengua nativa que no pudo ser destruida y que aún sigue hablando a las mayorías paraguayas.

El campesinado paraguayo que lucha por la tierra ocupa parcelas porque es la única manera de lograr que el Estado responda: a veces tienen éxito y se inicia un proceso de reconocimiento y legalización de los asentamientos. Otras veces (las más) no lo tienen. El poder de los terratenientes amparados por el Estado es mayor, y entonces les persiguen, apresan, imputan, procesan o matan. Siempre: se los despoja de su peso ontológico. Son campesinas y campesinos despojados de la tierra, que es lo mismo que decir: sin ser. Por eso ocurrió la masacre de Marina Kue. Porque esos poderes querían recuperar el Estado para sí, para seguir actuando en el sentido de la apropiación y de la impunidad.

De esto deriva la sentencia: ocupar y reocupar las tierras para el campesinado es habitar de manera persistente un territorio indeclinable: El de la dignidad.

 

Unite a la campaña “Somos Observadores de Curuguaty”: http://www.somosobservadores.org/

Imagen de la campaña "Somos Observadores de Curuguaty"

Imagen de la campaña “Somos Observadores de Curuguaty”


  • 23 Abr 2015

Clyde Soto // Entre 2006 y 2009 hubo en Paraguay 2.074 nacidos vivos de niñas de entre 10 y 14 años. Un promedio de 519 casos por año, que se reparten entre todos los departamentos del país. No hay un solo departamento que tenga la cifra 0 en cuanto a niñas madres en el lapso considerado. Los datos son del Subsistema de Información de Estadísticas Vitales (SSIEV), de la Dirección de Bioestadística del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social.

No solo hay embarazos y nacimientos, también están los abortos. En el mismo lapso de cuatro años (2006-2009), ha habido 211 egresos hospitalarios por aborto de niñas de 10 a 14 años; es decir, un promedio anual de 53 casos. Se trata tan solo de los casos atendidos en instituciones dependientes del MSPBS. No hay información sobre la totalidad de casos ocurridos, pues muchos de los abortos no llegan nunca a ser atendidos en un establecimiento de salud público o privado.

Paraguay: cuando hablamos del embarazo de una niña en esta franja de estas edades, estamos hablando de abuso sexual. La respuesta social no debería ser la sorpresa, pues significaría que estamos cerrando los ojos ante un hecho más que frecuente, no por ello menos doloroso. Lo que debería sorprendernos es cuánta capacidad de negación de la realidad tenemos, y cuánta indiferencia hacia la violación de los derechos humanos de las niñas y de las mujeres.

Lo que debería espantarnos es cuántas niñas viven estas situaciones en silencio y bajo amenaza de sus vidas.

 

Aborto en niñas 10-14


Fuente: investigación realizada por Clyde Soto y Mirta Moragas, Aborto, sistema penal y derechos humanos de las mujeres, Asunción: Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy), 2013. Disponible online.


  • 19 Mar 2015

Clyde Soto y Rocco Carbone // En Paraguay hemos asistido en las últimas semanas a una sucesión de hechos de discriminación, acompañados incluso de violencia, que han ocupado la atención pública, algunos de ellos con gran repercusión mediática. El dueño de un conocido restaurante asunceno maltrata y expulsa a un trabajador que reclamaba derechos, burlándose de la “pretensión” de hacerlos valer. Apenas días después la dueña de un negocio insulta e intenta echar de la vereda –espacio público– a una joven estudiante, mientras un hombre la ataca violentamente. Algunas personas repudian el hecho utilizando expresiones xenófobas. Un diputado, enojado con los requerimientos de una periodista, la hostiga y pide se le impida trabajar en el recinto parlamentario. Un guardia del Palacio de Justicia empuja violentamente a otra periodista, embarazada. La Cámara de Diputados aprueba y queda sancionada una ley donde sigue la discriminación salarial a las trabajadoras domésticas, mientras parte de la opinión pública justifica la explotación del sector, con argumentos poco menos que esclavistas. La imagen: un país endurecido de prepotencia, discriminación y violencia. El sentido general que surge de todo esto es que en Paraguay, al menos para un importante sector de la población, discriminar es un derecho.

Junto con estos hechos actuales, se debe recordar que el Senado de la República del Paraguay, poco antes de que finalizara 2014, votó en contra del proyecto de Ley contra Toda Forma de Discriminación, que podría haber reglamentado el artículo 46 de la Constitución nacional. El proyecto, generado a partir de una amplia consulta ciudadana por la Red contra Toda Forma de Discriminación, había sido presentado por los senadores Carlos Filizzola del Partido País Solidario (PPS) y Miguel Abdón Saguier del Partido Liberal Radical Auténtico (PRLA) en 2007, y pretendía arbitrar los mecanismos de protección de las personas frente a cualquier acto discriminatorio. El texto afirmaba que por discriminación había que entender a “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia que se establezca por motivos de raza, color, linaje, origen nacional, origen étnico, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, incluida la afiliación a un partido o movimiento político, origen social, posición económica, edad, sexo, orientación sexual, identidad de género, estado civil, nacimiento, filiación, estado de salud, discapacidad, aspecto físico o cualquier otra condición social, que tenga por propósito o resultado menoscabar, impedir o anular el reconocimiento, disfrute o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos, libertades y garantías reconocidos a todas las personas en la Constitución, en los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por la República del Paraguay o en la legislación nacional, así como en cualquier otra esfera de la vida pública”. El resultado del escrutinio fueron 21 votos en contra de la Ley y 17 a favor (se votó el 13/11/14). La propaganda contraria a esta iniciativa instaló la versión de que se trataba de una ley peligrosa por ser “la antesala para el matrimonio gay, la legalización del aborto y la marginación de las instituciones religiosas muy arraigadas en el país”, como dijo entonces el impávido el senador oficialista José Manuel Bóveda, del Partido Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (PUNACE).

Todo esto tuvo un antecedente en la Cámara Alta del Congreso, con motivo de la Resolución “Derechos humanos, orientación sexual e identidad y expresión de género” que fue aprobada por la 44 Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), realizada en Asunción entre el 3 y el 5 de junio de 2014. El Senado paraguayo discutió previamente el tema y emitió una declaración donde instaba al Poder Ejecutivo a “asumir posturas que garanticen plenamente el derecho a la vida desde la concepción y la promoción de la familia en los términos establecidos por la Constitución Nacional”. El Paraguay, efectivamente, incluyó un pie de página aclaratorio con su postura sobre el texto de la Resolución de la OEA. Para la antología de la discriminación quedó la tónica del debate parlamentario, en especial lo expresado por dos oradores: Carlos Núñez (del Partido Colorado), quien sostuvo que “Dios no creó hombre con hombre para la procreación. Me van a disculpar pero cuando veo un hombre travesti vestido de mujer –que no sabemos dónde mete eso que sabemos– le grito lacre de la sociedad” [sic]. Y el impávido Bóveda: “Yo no discrimino porque respeto las decisiones particulares. Si decido besar a un varón soy responsable yo, pero no pido una ley que me respalde para besar al hombre ese con aliento a jaguareté. No queramos cambiar la naturaleza tan hermosa”.

¿Qué quiere decir todo esto? Que estamos frente un orden político y social propenso a la discriminación, que quiere decir separar o diferenciar una cosa de otra cosa y otorgar un trato de inferioridad a la “cosa” separada, que puede ser una persona o una colectividad, apartada por motivos raciales, religiosos, sexuales, de clase, ideológicos… Y para activar el dispositivo “discriminación” se puede recurrir a los instrumentos tradicionales del poder político –ejército, policía, leyes, poder judicial, burocracia (en el mejor de los casos)– o a prácticas de violencia físicas o verbales, como las que describíamos al principio de este artículo.

Lo que tienen en común los episodios señalados –a nivel social e institucional– es un tremendo déficit de ciudadanía, entendida como la inclusión en un colectivo, con todos los derechos previstos para quienes forman parte del mismo. En el punto básico de la humanidad, estos derechos son los llamados derechos humanos, que corresponden a cada ser humano por el hecho de serlo. En un país, en este caso el Paraguay, ser ciudadano implica conocer, apropiarse y ejercer los derechos previstos para quienes conviven en el territorio nacional, decidir y poder ser electo para ejercer cargos –con las delimitaciones establecidas por edad o según nacionalidad–, respetar y hacer valer estos derechos, y pasar de la visión limitada del interés particular (los que llamamos privilegios) a ser parte de la construcción de un proyecto común, colectivo, compartido. Son estas ideas las refutadas por actitudes individuales o corporativas que niegan derechos: el senador que desprecia y se refiere de manera humillante a las travestis, el empresario que se enriquece con los duros que escatima a los trabajadores, las personas que están dispuestas a solucionar sus propias vidas domésticas a costa de la explotación, quien se considera con derecho a insultar y golpear a una transeúnte, quien impide el trabajo periodístico.

Es ahí donde la búsqueda de justicia para cada uno de estos casos adquiere un sentido altamente ciudadano. Y es por eso que en medio de tanta barbarie, tenemos que atender y expandir el aire fresco que trae Panambí, organización de personas trans que acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para denunciar en audiencia pública los 54 asesinatos impunes de sus compañeras, ocurridos desde el inicio de la transición política paraguaya en 1989 hasta ahora. Por todo esto es que debemos apoyar al trabajador que no se contenta con menos de lo que le corresponde por derecho. Y a la joven estudiante que denuncia la agresión callejera y busca justicia. Y a las trabajadoras domésticas organizadas que no se conforman con la desigualdad y anuncian que continuarán con su lucha.

Además del aire fresco, para que haya viento sur y obliterar privilegios, y para que discriminar no sea un derecho de nadie –inflexiones que muestran un pueblo fragmentado, atomizado, desesperanzado– se necesita articular en Paraguay un proyecto democrático radical, con una izquierda –anticapitalista, socialista, feminista, altermundista, ecologista, marxista, popular– capaz de marcar el horizonte del futuro.

 

Foto: Campaña de Amnistía Internacional a favor de una ley antidiscriminación.

Foto: Campaña de Amnistía Internacional a favor de una ley antidiscriminación.

 


  • 16 Mar 2015

Clyde Soto // Hemos escuchado repetidas veces esta preocupación expresada por algunas personas en el marco del proceso de debate sobre la ley del trabajo doméstico en Paraguay. Hay quienes se preguntan cómo podrán pagar un salario mínimo a la empleada, si es lo que apenas perciben por el trabajo remunerado que realizan en otros sectores. Sin embargo, es imprescindible dar vuelta a esta pregunta para comprender por qué las trabajadoras domésticas sí deben ganar el mínimo (lo que significa piso, por lo que podría incluso ser más).

La pregunta que debemos hacernos es ¿por qué debería haber personas habilitadas a beneficiarse con los servicios prestados por otras bajo un régimen de explotación? ¿Qué argumento, situación o condición es la que se pretende hacer valer para someter a algunos seres humanos –en este caso mujeres casi en su totalidad– a un trabajo con menos derechos que el resto? ¿Acaso porque son las más pobres entre los pobres deben convertirse en personas sin derecho a una retribución que les permita una vida digna y, justamente, dejar atrás la pobreza? ¿Qué les permite a ciertas personas creerse con derecho a no realizar por sí mismas –o entre quienes integran su hogar– el trabajo que precisan para cuidar sus casas, alimentarse y cuidar a otras personas? ¿Qué es lo que supuestamente les habilitaría a tener a otras personas bajo un régimen de servidumbre y a negarse a contratarlas como lo que son: gente con dignidad, que realiza un trabajo que vale igual y por tanto merece iguales derechos?

Pero desde el lado opuesto a la igualdad, no se escuchan argumentos que respondan a estas cuestiones. Por el contrario, se recurre a la descalificación y a la amenaza para desalentar este gran cambio democratizador y de justicia en el Paraguay. Se dice que las trabajadoras deberán estudiar y formarse para ganar el mínimo. Pues no: el mínimo es para el trabajo básico, que no requiere de formación superior o especialización académica certificada. Y en todo caso, ¿acaso cuidar un hogar y a otras personas no es un trabajo que requiere saberes y especializaciones que la mayoría de las mujeres adquiere por vía de la socialización temprana? Es hora de hacer valer lo que se sabe, señoras. Se indica que las empleadas domésticas quedarán sin trabajo, pero lo que se irá acabando es el trabajo explotado, y se lo cambiará por trabajo digno: quien no pueda pagar por tiempo completo lo pagará por horas, cada persona se hará cargo del trabajo doméstico propio y familiar en mayor medida, pues no será transferible bajo condiciones de explotación.

Actualmente, la ley establece para el trabajo doméstico apenas un 40% del salario mínimo. Las trabajadoras piden el 100%. El Senado dio media sanción a la nueva ley con solo el 60%. La Cámara de Diputados puede aún modificar el proyecto y devolverlo al Senado, eliminando la persistencia de la discriminación. Pero en todo este proceso, hay una voz ciudadana que debe hacerse más fuerte y más potente, aquella que defiende la igualdad plena. Y para que esto suceda, tenemos que modificar la pregunta: ¿hay alguna razón por la que debamos discriminar o explotar a otras personas? La respuesta está dada, y es además el postulado básico de los derechos humanos: todas las personas son iguales en dignidad y en derechos. No se admiten discriminaciones. Es lo que dice la Constitución nacional del Paraguay. Es lo que esperamos haga valer la Cámara de Diputados el 17 de marzo, que es mañana.

TDR - Diputada diputado


  • 29 Dic 2014

por Rocco Carbone y Clyde Soto //

Pensar al Paraguay bajo los signos del autoritarismo –remozado, maquillado de manera artificiosa con la promesa desarrollista y acompañando un “proyecto revolucionario” de reestructuración capitalista– podría ser no solo paralizante sino hasta desmoralizador, sobre todo si se piensa que ya casi 26 años de vida pos-dictatorial representan algo así como un remolino del que pareciera no se puede salir, que termina llevando de nuevo a todo un pueblo al mismo pozo de donde ha estado intentando escapar, sin mucha fortuna, que atrapa los intentos de construcción democrática y los devuelve a esa matriz tan profunda; casi estaríamos tentados de decir tan paraguaya. Pero es precisamente por eso que hay que pensar al Paraguay autoritario, porque es necesario desandarlo, exponerlo y desatar los nudos que lo sostienen y le dan vida. Porque de esa manera es posible pensar también al Paraguay democrático.

 

Categoría de “autoritarismo”. Para ver de qué se trata, siguiendo la conceptualización de Stoppino en la voz “autoritarismo” del Diccionario de Política de Bobbio y otros (1991: 125-136), en un sentido generalísimo, cabe recordar que se refiere a la estructura de las relaciones de poder y que hablamos de regímenes autoritarios para designar a todas las clases de regímenes no-democráticos. Se caracterizan por la falta de elecciones populares y por la ausencia del Parlamento o por su presencia ceremonial sometida al predominio del Ejecutivo, así como por la inexistencia o inoperancia de un sistema de justicia sujeto a los intereses del poder político e incapaz de impedir o limitar los abusos estatales con relación a los derechos humanos. El adjetivo se usa en por lo menos tres contextos específicos: la estructura de los sistemas políticos, las disposiciones psicológicas respecto al poder y las ideologías políticas. Son autoritarios esos sistemas políticos que privilegian el momento del mando por sobre el momento del consenso. Concentran el poder político sobre una sola subjetividad, un solo partido o un solo órgano, en detrimento de subsistemas políticos como los partidos, los sindicatos, los movimientos sociales y los grupos de presión en general (que son propios de la democracia). La oposición trata de ser reducida, cuando no borrada. En los regímenes autoritarios las instituciones tienden a ser vaciadas de sentido para transmitir la autoridad política de arriba hacia abajo.

 

En cuanto al rasgo psicológico, podemos hablar de una doble direccionalidad que presenta el autoritarismo: hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba: se verifica la disposición a la obediencia hacia superiores o hacia todos los que concentran poder. Hacia abajo: se verifica la disposición a tratar con arrogancia y con desprecio a los subordinados y en general a todos los que no tienen poder), atacando a las personas consideradas débiles y socialmente reconocidas como víctimas (en Paraguay, por ejemplo: indígenas, campesinos, comunidad LGTBIQ). La personalidad autoritaria muestra una sumisión exacerbada hacia arriba, se apega a la fuerza y la potencia del poder e imprime agresión hacia abajo, es decir, ataca a todo lo que supone inferior o muestra signos de debilidad.

 

En cuanto a lo ideológico: todas las ideologías autoritarias niegan en mayor o menor medida la igualdad entre los sujetos y enfatizan la inflexión jerárquica; también tienden a exaltar como virtud ciertos aspectos de la personalidad autoritaria. De esto desciende que las ideologías autoritarias son aquellas en que el énfasis de la autoridad y de la estructura jerárquica de la sociedad tiene una función conservadora. En general, el orden jerárquico tiende a preservar el pasado, la tradición, “lo que somos”. En este sentido, las ideologías autoritarias hacen primar el orden por sobre la transformación integral de la sociedad.

 

En cuanto a los regímenes políticos, el autoritarismo se refiere a sistemas no-democráticos caracterizados por un grado muy bajo de movilización social, o por la represión directa a toda contestación al poder. El pensamiento autoritario no se limita a articular una organización jerárquica de la sociedad (política), sino que hace de esta organización el principio político exclusivo para lograr lo que considera el bien supremo, que es el orden. Y el temor del pensamiento autoritario es que sin un orden jerárquico la sociedad sería arrojada al caos, a la disgregación. Entonces, lo que caracteriza a la ideología autoritaria es que el orden ocupa todo el espectro de valores políticos y el ordenamiento jerárquico, que desciende de ahí, agota toda la técnica de la organización política. Podríamos decir que el autoritarismo es ideología del orden. Y que en Paraguay el estribillo “Nuevo Rumbo” quiere decir esto: una nueva forma del orden (acompañado de un proyecto de reestructuración capitalista) sin el cual el país estaría condenado al caos. Ese contenedor –“Nuevo Rumbo Autoritario”– es el que aún tiene que ser descubierto en sus sentidos profundos por la sociedad, por lo menos por esa parte de esa sociedad progresista que intenta construir democracia pese al remolino autoritario.

 

“Nuevo Rumbo”: ideología del orden. Es la voz del retorno a ese orden que se consideró “perdido” cuando apenas despuntaba la primera experiencia de alternancia política que de alguna manera podría haber conmovido las bases del autoritarismo que se hizo dominante en la historia paraguaya. Pruebas, por ejemplo: la masacre de Marina Kue y su desarrollo en lo que es hasta ahora el caso más vergonzoso de manipulación del sistema de (in)justicia, que mantiene ilegalmente preso a Rubén Villalba y en arresto domiciliario a un conjunto de campesinas y campesinos que siguen esperando el juicio oral (pasado a junio de 2015), sometidos a la arbitrariedad de un proceso penal programado para dar el punto final necesario a la masacre que derivó en el golpe parlamentario de 2012. Por si no bastara, ahora la defensa del caso Curuguaty está siendo atacada por un sumario, acusada de dilatar el juicio, porque con eso desafía el libreto prefabricado por quienes digitan desde las sombras el orden autoritario. El sistema de (in)justicia paraguayo con sus operatorias “transformó mágicamente” a tres letrados en campesinos. Y en esa operatoria perversa, sin embargo, se cifra un enigmático reconocimiento jurídico. A mayor heterodoxia, mayor riesgo de sanción.

 

Y podríamos seguir con el secuestro y procesamiento absurdo de un estudiante chileno, que por gracia de las presiones internacionales se libró de la persecución penal irracional del Paraguay. O con el caso del periodista Paulo López, procesado en este momento bajo la acusación de haber opuesto resistencia ante los policías que lo torturaron tras una detención ilegal.

 

El rasgo común del autoritarismo es el principio de autoridad, que articula la relación de poder y por ende la relación entre el mando y la obediencia condicionada hacia un jefe o una élite dominante. Obediencia que juega en contra de toda construcción posible de consenso por parte de los subalternos, que oprime su libertad y que niega todo valor democrático. Todos estos matices se pueden verificar en el orden político digitado por el Partido Colorado (aunque de manera no exclusiva). Y en el ámbito mundial hay ejemplos más que significativos: la Iglesia Católica –no entendida en su mensaje cristiano– es una institución defensora del orden y de la jerarquía; en la primera parte del siglo XX europeo tuvimos el ejemplo del fascismo y del nazismo, que digitaron experiencias de “Estados autoritarios” (si bien aquí “autoritarismo” es más próximo a “totalitarismo”, sobre todo en el caso alemán); luego de 1492 todas las experiencias coloniales en América Latina también tuvieron profundas marcas autoritarias, tal como las tuvieron todas las oligarquías modernizantes o tradicionales de los países “en vía de desarrollo”.

 

En mayor o menor medida, todo orden sociopolítico autoritario presenta una baja sensibilidad hacia las libertades civiles (libertad de expresión, derecho a la privacidad, derecho a que la vivienda no sea allanada sin una razón, derecho a ser juzgado de manera justa, derecho al matrimonio y hoy derecho al matrimonio igualitario, derecho al voto, etc.). Muestra también una baja inclinación a sostener un sistema pluripartidario (en Paraguay el Partido Colorado, con una dictadura de 35 años metida adentro, gobernó a lo largo de seis décadas antes de 2008 y luego de 2013 volvió a su ejercicio hegemónico). Manifiesta además un alto grado de intolerancia en términos generales y de manera específica y exacerbada hacia “desviaciones” de “códigos morales convencionales”, cierta inclinación hacia campañas en contra de extranjeros o minorías étnicas o religiosas y la tendencia a apoyar partidos extremistas. En definitiva, estamos hablando de un orden propenso a la discriminación, que quiere decir separar o diferenciar una cosa de otra cosa y a otorgar un trato de inferioridad a la “cosa” separada, que puede ser una persona o una colectividad; apartada por motivos raciales, étnicos, religiosos, sexuales, de clase, ideológicos, identitarios, entre otros. Y para activar el dispositivo “discriminación” los gobiernos autoritarios suelen recurrir a los instrumentos tradicionales del poder político: ejército, policía, poder judicial, burocracia (en el mejor de los casos).

 

Es bajo la lupa del examen sobre el autoritarismo que pueden ser entendidas las anécdotas de la vida política paraguaya. Pues así sabemos que el Legislativo aún se opone a la ley contra toda forma de discriminación porque en su marco autoritario (dominante entre quienes ocupan bancas) no cabe que la gente deba gozar de derechos sin que haya una sola causa aceptable para la discriminación, como de hecho lo indica la propia Constitución paraguaya aprobada en 1992. Y entendemos por qué la Fiscalía y el Poder Judicial son usados como herramientas para apartar a quienes molestan para los fines de poderosos, o cómo es que la Policía Nacional –fuerza pública con funciones de resguardo del orden interno– termina protegiendo que se fumiguen sojales en vez de proteger a los seres humanos amenazados por pesticidas, o por qué Horacio Cartes inició su gobierno dándose (gracias a un Poder Legislativo sumiso) la potestad de usar a las Fuerzas Armadas en operaciones de orden interno y cómo es que soportamos que las Fuerzas de Tareas Conjuntas violen sistemáticamente los derechos de tanta gente campesina del norte. Podemos además captar por qué desde el “Nuevo Rumbo” hablan de renovación judicial, siendo que ya sabemos que solo desean cambiar de manos al dominio sobre la famosa rosca judicial. Los ejemplos –las pruebas– sobran: son ampliamente conocidos en el Paraguay, e incluso algo más allá de las fronteras.

 

Lo que todo esto muestra es en todo caso la necesidad imperiosa de nominar a quienes portan los signos del autoritarismo e inmovilizan al Paraguay bajo el remolino de permanencia y retorno en acción conjunta con un proyecto de reestructuración capitalista del país. Y de examinar y señalar, además, a todo lo que facilita y alimenta al juego autoritario. Porque no hay más camino que desandar y denunciar a esta continuidad nefasta para construir otra realidad, más sólidamente democrática.

 


Referencia. Mario Stoppino, “Autoritarismo”, en Norberto Bobbio y otros, Diccionario de política, México, Siglo XXI, 1991, 125-136.

*Aclaración de los autores: En la versión de este artículo difundida a finales de diciembre de 2014, no figuraban la referencia bibliográfica ni la indicación acerca de la conceptualización sobre autoritarismo glosada en el texto (23 de enero de 2015).

 

 

manifestación 15 agosto 2014

Foto: Manifestación del 15 agosto de 2014, Clyde Soto.